La mayor parte del tiempo me encuentro solo.
Vago por caminos abandonados, allí donde ningún hombre a marchado. Tomo las decisiones más difíciles, frente a perpetuidades de inmenso e inexorable poder sobre nuestra realidad. Me enfrento a criaturas que nadie podría siquiera imaginar; de lo contrario perderían la cabeza. Soy un guardián contra la infamia, un defensor del pequeño hogar que se nos ha dado, un salvaguarda cauteloso de los confines de nuestros singulares mundos.
Pero lo hago solo.
Nadie puede acompañarme a los bordes de nuestra realidad. Nadie puede seguirme hasta las profundidades más recónditas de los planos materiales. Yo, solo, me aventuro. Yo, solo, me estremezco. Yo, solo, me desmorono. Pues a veces, el peso de aquellas cosas que veo es capaz de afectar incluso la mente férrea de un inmortal. Nosotros, en nuestra gran soberbia, nos creemos mejores, más fuertes, más resilientes, más poderosos, cuando en verdad nos rompemos como cualquier otro.
Para hacer las cosas que hago, uno debe ser inquebrantable.
De mente y cuerpo, de alma y corazón, de honor y deber. Uno debe ser firme, impasible, incapaz de afectarse con el mover de las pequeñas cosas. Por lo menos, eso dicen los libros. Con mi gran experiencia, y mi mayor tiempo de vida, me e encontrado con que mantener aquella firmeza es imposible. Os doy un ejemplo.
Estaba deteniéndome en Vórt’Hielzzerath (o Hiel, como le dicen los viajeros), la Ciudad de Vórtices, en el plano de aire. Allí, rige la dinastía de los Djinn, poderosos elementales de aire al servicio de la diosa Elir. Mi trabajo allí consistía en una de mis tantas responsabilidades como Solar de Edunedain y Protector de los Planos Interiores; debía mediar un tratado de no agresión entre los Djinn y los Efreeti en las franjas de vapor, aquel estrecho que divide los planos de Aire y de Fuego, y que continúa dentro del mar astral como un camino de nubes a Elysium. Mi trabajo era simple, nada más que un atestiguamiento, una aseguranza para tanto los embajadores Efreeti como para los nobles Djinn que nada ocurriría fuera de lo previsto.
Fue en medio de las negociaciones que los Efreeti recibieron un terrible aviso. La Ciudad de las Brasas, Nar, había sido descubierta por Yeenoghu, Gran Demonio de Khorne en servicio de Abbadon, y estaba siendo atacada en ese mismo momento por las huestes del Sanguinario. La noticia llegó en medio de una difícil discusión sobre jurisdicción y tenencia, y rápidamente los Efreeti comenzaron a culpar a gritos a los Djinn por haberlos engañado.
Para quién necesite una lección de historia, el plano de fuego fue en algún momento presidido por Agni, Dios de la Llama, padre de los Efreeti. Fue en épocas pasadas, miles de años antes de la Calamidad, que Agni fue ejecutado por el Panteón, culpado injustamente por un crimen que no había cometido, y puesto a muerte por el paragón de la virtud, Abel, Corazón de León.
Abbadon, primordial del fuego y Dios de las Mentiras, no tardó en tomar el lugar de Agni, y cuando los Efreeti se negaron a servir al nuevo Dios del plano de fuego, se libró una guerra de más de mil años entre los dos bandos, que terminó con el exterminio total de los elementales, dejando a Abbadon y sus demonios como soberanos del plano.
Eventualmente, Abbadon se vio atrapado en ámbar en el Feywild por la siempre astuta Melora, pero aquello no cambió el hecho de que los Efreeti ya no tenían cómo recuperar su hogar. Si en algún momento fueron de buen corazón, el genocidio de su gente los llevó a la mezquina conclusión de que el mundo estaba en su contra, y que no tenían aliados. Esto fue en parte verdad, ya que ningún otro plano vino a la ayuda de los elementales en los mil años de guerra, y nadie parecía muy afectado con la pérdida de Alexandria, la ciudad capital de los Efreeti, más grande que cualquier otra en todo el plano material. Se decía que dentro de Alexandria podían entrar la Ciudad de las Gemas, la Ciudad de los Vórtices y la Ciudad de Mil Perlas y aún habría espacio para todas las ciudades de Rel.
Quizá fue la envidia lo que llevó a los demás genios a no intervenir cuando vieron Alexandria caer, y los Efreeti nunca los perdonaron. Esto lleva entonces a que, cuando escucharon que Yeenoghu encontró uno de sus únicos refugios restantes, inmediatamente creyeron a los Djinn culpables de traición, de complotar con los demonios para llevar a la ruina al pueblo Efreeti de una vez por todas.
Por su lado, los Djinn estaban furiosos; habían sido los Efreeti quienes rompieron sus promesas con respecto a las franjas de vapor, y ahora los creían mentirosos, buscando ganar algún tipo de beneficio culpándolos de complotar con demonios. Los embajadores de la Nar pidieron a gritos que les envíen de vuelta al plano de fuego y que envíen con ellos un batallón de elementales de aire para mostrar su inocencia. Tal era su ímpetu que un Efreet tomó de rehén al sultán que estaba presidiendo sobre la reunión.
Me encontraba entonces con una decisión que tomar. Yo era capaz de enviar de vuelta a los Efreeti al plano de fuego con un hechizo de destierro, pero solo los estaría mandando al muere. No podía abrir una puerta interplanar ya que en ese entonces no poseía un Oráculo. Solo restaba observar aquella situación, que cada vez se ponía más tensa y difícil, evaluando, pensando.
No simpatizar con los Efreeti era inhumano. Ellos, que peleaban por su vida, por su supervivencia, una raza noble que inventó tanto, desde las matemáticas hasta los hechizos de control de fuego. Ahora reducidos no eran más de un millar, y aún así quemaban con la pasión y la ímpetu del fuego. Llevaban consigo a su Dios muerto en todo lo que hacían. Agni, y su voluntad indomable, consumía a cada uno de aquellos elementales de fuego, los empujaba a actuar, los obligaba a tomar las cosas en sus propias manos, a salvarse su propio pellejo.
¿Cómo actuar, entonces? Frente a tal nobleza, ¿cómo actuar? Pues la respuesta era fácil; eran los Efreeti quienes comenzaron las agresiones, quienes amenazaban la seguridad del sultán, quienes demandaban a gritos en medio de los palacios más ostentosos de Hiel. Eran ellos quienes estaban en error, y yo, como guarda, como asegurador, como Solar de Edunedain y blablablá, debía intervenir.
La ley marcial siempre primó en los confines del Plano Material. Se excusa una ofensa con la muerte, o con suficiente compensación. Así viven los elementales, así trabajan sus ciudades, así mantienen sus códigos y costumbres, incluso entre razas. El precio del incordio es la vida. Y yo debía ser juez, jurado y ejecutor.
Durante un momento, dudé. Pobres seres, herederos de una magnífica raza, poderosos como ningún otro elemental, capaces de, en sus reducidos números, aún mantener relaciones de igual a igual con los imperios de los Djinn y de los Dao. Pobres Efreeti, de gran capacidad, de inmenso poder y aún mayor potencial, jóvenes como todo gran héroe en su primavera, con la voluntad de todo un pueblo detrás de ellos.
Los maté a todos en menos de seis segundos.
Al primero le partí la cabeza con un puñetazo, al segundo lo atravesé con una flecha arcana. Al tercero le rompí el cuello con mi bota. En un instante, hubo silencio. Los Djinn, todavía alterados, mantuvieron la mirada en los cadáveres, hasta hace poco tan vivos, flameantes, peligrosos. Ahora, pedazos de carbón en el suelo marmolado.
Inquebrantable.
Uno debe ser Inquebrantable.
Mi deber cumplido, agradecí la hospitalidad y me retiré de inmediato. Uno debe ser… Inquebrantable. La firmeza, el deber, la responsabilidad. Soy guardián del Plano Material, soy protector y Solar de Edunedain. Soy embajador del Shadowfell y cuidador de sus blancos y negros páramos.
La mirada de terror de los Efreeti al recibir las noticias de Nar fue solo rivalizada por el abyecto odio con el cual me observaron instantes antes de morir. Ni una pizca de miedo. Solo profundo desafío. Desosiego. Despecho. Murieron con sus orgullos intactos, el único sentimiento de horror en alusión a sus queridas familias, escondidas debajo de las montañas mientras Yeenoghu devoraba a sus compatriotas.
Inquebrantable.
En mis largos años de vida, en mi constante responsabilidad, encontré una forma de mantenerme inmaculado. De obviar estas constantes catástrofes que asolan los confines de nuestra realidad, y de las cuales yo debo hacerme cargo. Una manera de mantener una mente firme, una voluntad apacible, un juicio frío y exacto, frente a las injusticias de la vida consciente, de las civilizaciones antiguas, de los mératar, aasimar y deva que llaman esta pequeña y finita franja de existencia su hogar.
Uno debe dejarse ir a veces. Soltar todo aquello que se atoró entre paz y control, dejar que fluyan los pensamientos libres de juicio, libres de reproche, libres de responsabilidad. Para ser Inquebrantable, uno debe quebrarse un poquito.
Al terminar con los Djinn, me dirigí directamente al Plano de Fuego. Allí asesiné a todos los demonios en mi paso, hasta llevarme como trofeo la cabeza de Yeenoghu, para colgar en mis recámaras de Edunedain.
Nunca voy a olvidar su mirada de terror frente a la muerte. Ni cien de esos monstruos valían el coraje y la resiliencia de los embajadores Efreeti. Soy el único que los recordará.
La mayor parte del tiempo me encuentro solo.
Recuerdo a todo aquel que murió por mi mano. Sus miradas, sus expresiones de dolor, sus últimas palabras. Recuerdo los actos que he cometido, los crímenes de los cuales fui testigo, la sangre que mancha mis mangas. Recuerdo las injusticias, las tragedias, los desencuentros. No puedo pedir perdón, ni arrepentirme de mis acciones. No puedo dar marcha atrás y cambiar el pasado. Sólo puedo recordarlos, darles esa pequeña dignidad.
Todo lo que hago lo hago adrede. Pero lo hago solo.
Y para eso uno debe ser Inquebrantable.