Nalash, el Gran Devorador
Segunda Parte
Ocho meses los dioses discutieron entre ellos. La profecía de Nalash se extendió hasta las cuevas de los Primordiales, hasta las ciudades de los Mithrandir, hasta el cielo estrellado de Nyenna y hasta el mar profundo de Calgar.
Algunos creyeron que un don nadie, exiliado del mundo por su propia voluntad, no podría ni en un millón de años atravesar las defensas de la Fortaleza de Änor, alrededor de la Llama, donde el universo extendía sus raíces. Nueve puertas divinas cuidaban el corazón de Adra, alzadas por dioses y primordiales a la hora del Magnum Opus.
Sagitario, sin embargo, preparó su ciudad para la guerra. De entre todos, solo él sabía de lo que su hermano era capaz. Forjó, con sus hermanos Mithrandir, artefactos de gran poder, uno por cada cuál, con la ayuda de Perséfone, diosa de la forja. Para sí, tomó una pieza de la Llama de Änor, y la moldeó en un báculo, un bastón de complexión firme y forma audaz. Un báculo que dejaba a su paso la luz del paraíso, la luz de la creación.
Le llamó Kálandar, el Ideal.
Con este arma, marchó a la corte de Tiamat, y días antes de que la profecía de Nalash de advenga, habló frente al Panteón, donde la discusión nunca había terminado desde aquella visitación.
"Hemos pecado, hermanos y hermanas. Hemos gozado de frutos y de exceso, hemos tomado más de lo correspondido. Os siento afligidos por esa realidad, aún deliberando por un compromiso. El tiempo se ha acabado. No resta más que la guerra frente a nosotros. No han podido tomar una decisión a tiempo, y mientras, nosotros los Reyes Bestia nos hemos preparado para la batalla. Es uno de nosotros quien ahora amenaza al Uroboros entero, y solo nosotros podemos vencerle. Ustedes, Xildur, nos han dado mucho. Hemos compartido banquetes, hemos construido ciudades, hemos yacido en las mismas camas. Debo ahora pedirles que dejen vuestra incesante discusión, pues el tiempo ha acabado. Nalash se avecina."
Varios de entre los dioses escucharon atentamente las palabras dulces del Itinerante, gran amigo de muchos allí. Fue Paelor, su compañero, quizá algunos dirían incluso su verdadero hermano, que habló.
"Aún no hemos tomado una decisión. Lo que dice Nalash es verdad, Orväliath lo ha comprobado. Ha ido hasta las raíces, y se ha topado con su crecimiento ininterrumpido. Quizá podemos encontrar una solución a todos nuestros problemas, si tan solo tenemos el tiempo de prepararnos." sus palabras fueron lentas, y muchos de los dioses asintieron con él. Todo hasta entonces se había arreglado con el tiempo. Los conflictos encontraban su manera de desanudarse, con paciencia.
"Ahí es donde se equivocan, mis queridos amigos. Pues quizá con el tiempo una solución se manifestará, pero tanto ocurrirá hasta entonces, tantas opiniones y buenos argumentos, tantos dilemas y compromisos, tanta discusión intermitente, que el mundo se marchitará antes de que todos en el Panteón se pongan de acuerdo. La ataraxia no es el objetivo, pero sin duda es la destinación. Vuestras decisiones tanto tardarán que Nalash nos habrá consumido a todos para entonces." Sagitario levantó Kálandar y golpeó el suelo, solo entonces fue que todos sintieron una paz asumirse dentro de ellos, y las habladurías se detuvieron, y el silencio reinó, y solo el Itinerante llamó a la atención de los dioses.
"Además, Nalash se avecina. Mientras nosotros preparábamos nuestras guardas, él llamaba a su ejército. Pues nunca tuvo la voluntad de negociar. Siempre supo que ustedes no llegarían a una decisión." las palabras del mono se tornaron duras, y su ceño se frunció. No deseaba hablar así de su hermano, pero debía hacerlo para convencer al Panteón de levantar las armas. "Él no llega a compromisos. Su forma, su visión, su orgullo, es lo único que lo lleva adelante. Y en el fondo, los detesta, a todos y cada uno de ustedes."
Hubo silencio. ¿Habría estado mintiendo en ese momento, aquél Rey Bestia? Sus compañeros Mithrandir se lo preguntaron durante muchos años después. Si alguien conocía a Nalash, era Sagitario, y en el fondo, siempre supo que debajo de la rabia y el fastidio, el Taciturno siempre amaría a la creación. Sin embargo, eso no detuvo al Rey Mono, que continuó su vitriólico discurso. Debía mantenerse fuerte ahora, sino, el mundo entero pagaría las consecuencias.
"Siempre los ha detestado. Su voluntad no es solo la de cortar el árbol de raíz, sino de suplantarlo, con él al tope del Panteón, con su voluntad por la de todos los demás. Su rabia es incomparable. Su gula por consumir el mundo insaciable. Su avaricia está a plena vista para todos nosotros. Su envidia por ustedes es más grande que por la de cualquier otro. Su pereza de negociar se manifiesta en el poco tiempo que os ha dejado para decidir. Su lujuria por el cambio de la lógica del mundo nos llevará a la perdición. Y por sobre todo, su Orgullo por sentirse mejor equipado que ustedes, es imperdonable."
El Panteón se quedó mudo. Solo Tiamat levantó su mirada, clavándola en el Mithrandir. "¿Y qué te hace pensar que podrá romper las nueve puertas de la Llama de Änor?"
"Pues... es mi hermano. Sé de lo que es capaz." el Itinerante apuntó hacia la puerta abierta, desde la cual se podía ver el infinito cielo, y allí, al fondo, las nubes negras cerniéndose sobre las Tierras Oscuras. "Vendrá por todos nosotros, con una armada digna de asaltar la misma Llama". Dejó que su mirada se pierda en la nada, antes de seguir.
"Sin vuestra fuerza, no tenemos chance, Panteón."
Y así, solo gracias al Itinerante, se venció la ataraxia, y el Panteón votó a favor de preparar las defensas. Quizá una mejor solución podría haberse encontrado, pero Nalash no esperaría a que el mundo se pudra para actuar. Esto, Sagitario lo sabía muy bien. Por eso mintió. Sabía que solo creando en los ojos de los dioses a un villano podría unirlos en una misma facción. Solo atribuyéndole los pecados de todo Adra podrían los tres pueblos cooperar contra un enemigo en común.
Dolió decir esas palabras.
Más que todos, el Itinerante sabía que Nalash era bondadoso en el fondo. Que hacía lo suyo por el bien del Uroboros. Que había tomado distancia no porque los detestaba, sino porque deseaba cuidarlos. Sabía de las invenciones fantásticas que había dejado a los bordes del mundo, para que otros encuentren y lleven a sus hogares. Sabía de las criaturas que había salvado de la corrupción incesante. Sabía de su profunda soledad, sin compañeros, y de su eterno sacrificio.
Y por sobre todo, sabía de su orgullo.
Un único pecado que le ataba las manos. El Itinerante no podía hacer más que mentir, pues Nalash sino destruiría todo aquello que habían construido, por creer en su forma de hacer las cosas. Y Sagitario no podía permitir eso. No podía renunciar a Melora. No podía renunciar al mundo que había nacido de su unión. No podía renunciar a los paseos y a los viajes, al amor y la felicidad, a la vida y el placer de un mundo completo. No podía dejar el paraíso. Y los hermanos, los dos plagados de orgullo, nunca llegarían a un compromiso.
Por su lado, Nalash se preparó. Quizá no odiaba profundamente al Panteón, pero tampoco les tenía mucho afecto. No solo llevaría consigo un ejército, sino también sus más refinados artefactos. Cargó con su corona, brillante y audaz, y con un sello, un arma forjada más allá del Uroboros mismo, en la morada del mismo Solomon. Pues mientras Adra se preparaba a la guerra, Nalash se tomó el tiempo para hacer un pequeño viaje.
Se filtró por las heridas de Iriqk, y vio con sus ojos el mundo más allá, aburrido, mecánico, muerto. Su voluntad se volvió aún más firme solo con ver cuan simple el mundo de su creador era. Debía a toda costa salvar su pequeño mundo de fantasía. Visitó la gran mansión de la última serpiente, y tuvo una interesante conversación con el pobre viejo, que finalmente, después de años y años de escritura, había encontrado el éxito. Nadie sabe qué ocurrió allí, pero al regresar al Uroboros, Nalash cargaba con un sello de la mano del mismo Creador. El Sello de Solomon, Alatyr, un penante collar atado a una pieza de cielo, capaz de canalizar el poder del mismo vacío.
La marcha de Nalash fue lenta, al mediodía del último día, luego de ocho meses de deliberación. Antes de partir, destruyó todos sus templos, abatió sus moradas, y deshizo sus creaciones. Desató uno por uno los nudos alrededor de las Tierras Oscuras, y no dejó nada más que iglesias abandonadas, con formas antiguas desaparecidas, y estatuas demacradas. Solo sus sandalias restaron en cada altar, los pies de su forma inigualable, fundados a la roca con la que se alzaban sus estatuas.
De los sirvientes de Nalash, que marcharon con él a la batalla contra los mismísimos dioses, vale la pena mencionar algunos. Tifón, el Deva Asolado, se unió a Nalash por chance, al aventurarse más allá de los límites del mundo. En un principio, el poder de Tifón había sido limitado por sus padres, Melora y Sagitario, pero quizá por curiosidad, o incluso por despecho, Tifón escapó de su morada, e intentó seguir a su padre más allá del horizonte. Cuando no pudo hacerlo, y se encontró atrapado entre las raíces y crecimientos de las Tierras Oscuras, fue Nalash quien le salvó. De su tío aprendió el trabajo que ellos tenían que llevar a cabo, y en la Batalla de Änor, intentaría que los demás entren en razón, hasta ser abatido por su propio padre.
Luego, se alzaba también Tchazzar, el mayor de las aberraciones, una sombra de los dragones de Celestia, tanto de Tiamat como de Bahamut. Tchazzar no era malvado por naturaleza, pero su forma era tan terrorífica que muchos al verlo creían lo peor de él. Solo Nalash le cuidó cuando el mundo entero lo abandonó, y juntos, crearon una gran amistad, tanto así que Tchazzar, en su forma terrorífica, se propuso como montura del Taciturno, para infundir en los dioses suficiente miedo y evitar batallas innecesarias. Se decía que sus ocho alas eran más largas que las cadenas montañosas de Celestia, y cuando cayó del cielo, atravesado por el carcaj de Nyenna y las lanzas de Orväliath, destruyó las tres torres Galathir, Fernegos y Tumriel de Elysium solo con su la magnitud de su cuerpo.
Por último, la más peligrosa de todos los seguidores de Nalash era Lilith, la engendra. No era Deva, ni Xildur, ni Primordial, sino algo más antiguo, algo olvidado. Fue el primer sacrificio, fue el ideal dado por el nacimiento del Uroboros. Solo los Perpetuos recuerdan de donde Lilith había sido, y ninguno hablaba en son de ella. Nalash había encontrado a Lilith en las tierras oscuras, su cadáver olvidado y los ritos de su sacrificio nunca resueltos. Solo para esa última batalla, Nalash osó completarlos.
Así, los seres de la oscuridad se manifestaron frente al mundo. El sol de Abel dejó de brillar, las estrellas de Nyenna desaparecieron en el cielo, y la Luna de Elir se escondió. Un eclipse total tomó las tierras de Adra, y todo se sumió bajo el velo de Nalash. Frente al Árbol, todo el Uroboros se alzaba en espera. Desde los Primordiales hasta los Xildur y Deva, todos estaban allí. Nunca se había visto, y nunca se volverá a ver, a los grandes seres de antaño batallar para un mismo objetivo, pues ninguno deseaba el fin de la prosperidad. Nadie deseaba terminar.
Nadie buscaba la Nada.
Abbadon, Calgar, Lolth y Elir crearon las barreras elementales alrededor de la fortaleza, mientras Perséfone descendía el martillo creador de Mandus en las estatuas milenarias del claro sagrado, para así llenarlas de vida. Asmodeus y Paelor se prepararon a los lados de su maestra, Tiamat, quien había convencido incluso a su hermano perdido, Bahamut, de pelear por el Mundo. Caín, Abel, Kallemtur y Kord; Gaia, Melora y Zariel. Todos estaban allí, preparados. Desde los Siete Reyes Bestia hasta los Doce signos del Zodíaco. La fuerza de ciudades enteras se alzó contra el Enemigo. El Taciturno. El Gran Devorador.
Al aparecerse Nalash sobre la colina, vio con ojos vacíos las fuerzas de Uroboros preparadas para la batalla. Chronos, Anubis y Vatha se presentaron frente a Nalash, como perpetuos y mensajeros, antes de que todo comience. Quizá ellos podrían hacerle entrar en razón antes de que sea demasiado tarde. De los tres, Anubis fue el primero en hablar.
"¿Estás seguro que este es el camino a elegir, hijo mío?" su voz era el balance perfecto entre caos y orden, sus palabras imposibles de negar.
"He tenido suficiente paciencia con ustedes. Salgan de mi camino. Tengo un árbol que quemar."
"¿Nada puede hacerse para evitar la batalla?" las palabras de Chronos eran medidas, calculadas, metódicas. Dio un paso adelante fijando su mirada azulada en la de Nalash.
"Nada, mientras que no renuncien a la abundancia. Nada, mientras que no comprendan vuestra soberbia. Nada se puede hacer, y solo la Nada perdurará."
Por último fue Vatha quien tomó la palabra.
"¿Crees tu poder mayor al del Panteón, pequeño Deva? No solo se alzan los Dioses frente a ti, sino también tus antiguos compañeros, tanto así como los primordiales. Estas batallando contra la voluntad del mundo entero." el tono de burla del primordial no fue desapercibido, y su extraña sonrisa se estiró más allá de lo que su cara podía contener. Su forma siempre cambiante se volvió una nube roja con ojos y boca. "No podrás contra todos nosotros, Nalash."
El Taciturno suspiró, pero su mirada se fijaba en la Fortaleza de Änor, a los pies del gran arbol. "Lo sé" fueron sus últimas palabras, antes de que muestre en su pecho el Sello de Solomon. Con solo verlo, los Perpetuos se sobresaltaron. Quizá, en algún mundo, fueron capaces de escapar su poder, pero en este, a duras penas pudieron maldecir a Nalash, antes de ser atrapados por el Sello. Los Perpetuos no interferirían con la batalla. Extrañamente, Anubis no actuó, mismo si Vatha y Chronos se desesperaban por romper sus cadenas. El Padre del Balance simplemente meditó en silencio, y confió en el resto del Panteón para vencer a la Nada misma.
Al desaparecer los Perpetuos, el resto del Uroboros se alzo en gritos y locura. Bane fue el primero en cargar, sobre su querido sabueso, Fenrir. Detrás suyo, los belisarios, Kallemtur, Kord y el mismísimo espíritu de la barbarie, Khorne, corrían detrás suyo. En el futuro, sería el espíritu de la barbarie quien tomaría a cada uno de estos guerreros para sí, y Nalash podía verlo todo pasar frente a sus ojos. Con desdén, levantó su decrépita mano, y detrás suyo, el enorme Tchazzar lo levantó del suelo. Las armadas del Gran Devorador comenzaron a avanzar colina abajo, desde Contempladores hasta los Magos de las Estrellas Lejanas.
Lilith dejó que su cohorte avance por ella, llevándola en un carruaje a la batalla. Tifón deslizó colina abajo en su nube, y por la fuerza que Nalash le había otorgado, dejó rosas negras adonde sea que su tormenta tronaba. Nalash, sobre el dragón de sombras, sobrevoló la batalla, siendo interrumpido por los hermanos, herederos de las mismas serpientes; Bahamut y Tiamat.
"No puedes vencernos a todos, Nalash." dijo la Dama de la Justicia.
"Quizá. Quizá no. Alguien debe hacer el trabajo sucio."
Así, rugió la batalla más terrible en la historia del Uroboros. Los Dioses lucharon contra la abominación, y con cada golpe, Nalash se hacía más fuerte. En él había confluido la influencia del Vacío, y cada cual contra el que batallaba terminaba tomado por la locura, por la corrupción que él mismo buscaba detener. Cada golpe era una tortura para Nalash. Cada vez que dejaba escapar el poder del Vacío, sentía que su propósito temblaba. No debía dejarse tomar. No debía dejarse poseer. Tenia que terminar lo que había comenzado.
Contrario a lo que todos creían, ni siquiera Tiamat y Bahamut pudieron detenerle. A ellos le siguieron Asmodeus y Paelor, y a ellos la magnificencia de los Cuatro Elementales. Solo las flechas de Nyenna pudieron con Tchazzar, pero el trabajo ya estaba hecho. Nalash descendió sobre la fortaleza, mientras la batalla fuera de las murallas continuaba rugiendo. Cada segundo, era aún más difícil controlar la corrupción, y cada vez que dejaba salir los poderes, más aún le costaba contenerse. Solo Zénit, la corona, le mantenía sano. Solo la presencia de la luz en medio de la oscuridad le permitía continuar.
Tomó herida tras herida, hasta que sus huesos dejaron de cargarle. Entonces, dejó escapar más poder, y se hizo enorme, aún más grande que su propia montura, para arrastrarse con pena y dolor hacia el Corazón del Mundo. Las lanzas de luz de cada ángel en Elysium se clavaron en su cuerpo, pesándole más que todos sus pecados. El Sello de Solomon le permitió entonces tomar el poder de Anubis por un instante, y deshacerse de las cuchillas.
Cada golpe, cada ataque, solo parecía hacer a Nalash más poderoso. Lilith, desde su carruaje, elevaba extraños símbolos, y una magia que nadie había visto hasta entonces para conjurar poderes más allá de la comprensión, y hacer del taciturno una criatura invencible. Ni siquiera las armas de los Siete Reyes Bestia pudieron detenerle.
Nadie podía con Nalash. Sagitario, que por toda su fuerza había intentado hacer que Tifón entre en razón, se vio obligado a abatirlo, y solo con lágrimas en sus ojos miró detrás suyo, a las Nueve Puertas de la Fortaleza de Änor, y vio que todas menos una habían sido destruidas. Allí, teniendo en sus manos el cadáver de su hijo, hizo una seña desde el medio del campo de batalla, elevando Kálandar al cielo como una bandera. Un aura dorada se extendió desde las colinas hasta el gran árbol, y Ioun comprendió que era hora.
Ella, junto con Acheron, y por ordenes del mismo Itinerante, habían confeccionado una última arma. Un rito. Un poema. Durante los ocho meses habían trabajado, sin cesar. Y ahora, mientras los dioses morían, recitaron con palabras firmes, y miradas pesadas. Mientras el Panteón miraba, y Nalash, atándose a los límites de su sanidad, intentando contener el poder infinito del Vacío en su cuerpo, levantó una estaca, y mientras el Rito de Acheron se recitaba, y enormes cadenas intentaban detener al Taciturno, Nalash se detuvo por un instante.
Solo quedaban las raíces. Solo quedaba el árbol. Solo quedaba el fin.
Solo quedaba la Nada.
Detrás de aquella corona, la mente del monstruo finalmente cedió. Tanto poder había tomado del Sello, tanto tiempo había estado en silencio en sus templos, tanto tiempo había trabajado con la Brea Negra, que ahora ya no quedaba nada del Héroe. Solo una incipiente voluntad, un deseo inaudito, un imparable empuje. Una cantidad, un movimiento, un fantasma. Solo quedaba locura. Pero más allá de eso, quizá por su saber, quizá por que al marchar contra el Panteón, Nalash había decidido morir de su propia voluntad, la lógica de mundo le brindó una última bendición. Mientras los hermanos, Tiamat y Bahamut miraban al cielo, mientras Lilith avenía el Fin del Mundo y gritaba las palabras profanas, mientras Sagitario lloraba por su único hijo...
La corona de Nalash se tornó negra como la noche, y el Itinerante supo que para siempre lo había perdido.
Si antes la única luz era aquel Zénit, aquella invención mística e ingeniosa, ahora la noche era profunda, y solo los fuegos de la guerra iluminaban la forma monstruosa de Nalash. Las cadenas del Rito de Acheron le tiraban al suelo, lo ataban al árbol, y las magias antiguas que en esas palabras restaban intentaban doblegarlo.
Sin embargo, para ese momento, el Deva ya no era más. Solo restaba la Nada misma. Y Nada puede con la Nada.
El decrépito brazo de Nalash descendió al corazón del Árbol de Änor, y apuñaló el corazón del mundo antes de ser lanzado hacia atrás por la explosión. Luz se volvió a hacer en el mundo, y el Rito de Acheron ató al Gran Devorador más allá del mundo, en sus tierras oscuras. ¿Pero a qué precio? ¿Qué sacrificio se había hecho?
Allí, sobre la colina, ya no se alzaba el árbol, y las raíces se consumieron bajo la corrupción del terrible Taciturno. Sus armadas se dispersaron, mientras solo las risas de Lilith llenaban el asolado campo de batalla. Incrédulos, el panteón vio como lo que restaba de la gran fortaleza se fundía bajo un jardín de rosas negras. El sol volvió, la luna se apareció, y las estrellas brillaron sobre el eclipse. Nalash no estaba, el rito había funcionado.
Pero no a tiempo.
La Corona de los Cielos, Zénit, y sus brillantes gemas. Su presencia imponía por sobre la de todos, y como artefacto, podía aguantar la misma presencia del vacío. Durante mucho años, mismo con su cuerpo deteriorándose, Nalash pudo mantener la corrupción a raya. Su mente nunca sería tomada, hasta sus útlimos momentos.
Se dice que Zénit restó luego del encierro de Nalash, y durante muchos años, pasó de mano en mano, solo mostrando sus verdaderos colores a la hora de manipular y corromper a quien sea que la utilice.
Date of First Recording
Indefinido.
Date of Setting
Previo a la Guerra Arcana. El caer del gran árbol ocurrió cerca de diez mil años antes del gran conflicto de Bane.
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