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Caín, Paraíso

Capítulo Primero

La pradera se extendía intermitentemente encima del cielo. Agujeros llenos de lluvia dejaban entrever las estrellas debajo de Apócrifa. En su eterna paz, el espacio liminal que llevaba las raíces del mundo se dejaba iluminar por el brillante sol, profundo debajo de la tierra. Cada lago resplandecía como un techo celeste, cada hebra de pasto se dejaba poseer por la luz subterránea. El edén descendía por claras cataratas, agua traslúcida se tornaba en espuma al estrellarse contra las rocas de los estanques.   Caín se preguntaba quién había creado a las estrellas.   Debajo del agua, podía verlas. Allí, como constelaciones, siempre atentas. Capricornio se dejaba apreciar en la expensa de agua entre los bosques de oro y los pastizales carmesíes. Sagitario se mostraba en partes alrededor de los monolitos de obsidiana.   Era un pasatiempo del chico pasar por cada estanque, cada lago, cada mar, e intentar dibujar las constelaciones debajo del agua. Solo podía verlas de noche, pues de día brillaba el sol sobre el mundo mortal, y las estrellas se escondían. Caín sabía que nunca se irían, sin embargo, pues cada vez que el sol desaparecía, volvían a mostrarse.   Como él.   Por eso las amaba tanto. Eran sus compañeras en aquel delito. Su crimen. Su blasfemia.   Caín no podía mostrarse cuando el sol iluminaba Apócrifa. Su hermano lo estaría buscando todavía, y si se dejaba ver por los rayos de luz que a través de la tierra hacían vibrar el mundo, la retribución lo encontraría, por más buenas intenciones que Abel pueda tener.   No había futuro para él en esos palacios vacíos.   Extrañaba a su madre. A veces, se daba el lujo de observar, desde su escondite, más allá de su mundo, y visitarla en sueños. Ella siempre lo recibía, pidiéndole que regrese. Elíseo no era lo mismo sin él. Los sueños se terminaban rápido después de eso.   En el fondo, Caín no podía confiar en las palabras incluso de su madre. Pues a pesar de todo, era su don el que hablaba en la boca de los demás. Nunca podía confiar en las palabras dulces que los demás encontraban para él. Nunca podía creer a quienes le profesaban su amor, por más inmortal e imperecedero.   Su don, desde su nacer, hacía que todos le amen.   ¿Cómo podía confiar en su madre cuando le susurraba aquellas promesas vacías? Claro que Elíseo no sería lo mismo, si todos estaban obligados a quererlo. El hechizo no era voluntario, pero con el tiempo, se disiparía. Cuando todos se olviden de él, ya no lo extrañarían.   El único que no era afectado, aunque sea un poco, por aquella maldición, era su padre. Él, y solamente él, podía hablarle plena y francamente a su hijo.   Caín prefería su lugar allí en Apócrifa. Sólo, acompañado únicamente de las creaciones de otros dioses; las aves del cielo, y los peces del mar, y los insectos de la tierra, y las bestias de los bosques. Más aún, debajo de la tierra, solamente visible a través de las aguas de edén, Caín disfrutaba de la compañía de aquel mundo debajo de las estrellas.   Miles y miles de millas encima de los mortales, los observaba, siempre de noche. Los veía vivir y morir, odiar, matar, amar y proteger. Los veía hacer cosas que él mismo, hijo de los cielos, no podría imaginar. Los veía compartir, crecer, acompañados siempre los unos con los otros. Siempre juntos. Le causaba cierta melancolía, a decir verdad.   ¿Tendría él a alguien para compartir todas las maravillas de Apócrifa?   Apreciaba a sus queridos animales, sin duda, pero en el fondo de su alma partida, anhelaba la compañía de otro. Y al ver a los mortales amar, no podía evitar sentir su increíble solitud. Pocas veces quitaba sus ojos de los estanques. Eran como hormigas, esos mortales, visibles únicamente por la visión lejana de Caín, bendecido con ojos de gato.   Más de una vez sus sueños del mundo allí debajo casi le hacían olvidar el sol saliente. En esos días, debía levantarse a toda velocidad y correr del brillo, que comenzaba en el este, iluminando tanto el mundo mortal debajo, como Apócrifa, por encima. Era una cosa alucinante ver la luz atravesar los pastizales etéreos. Todo tomaba color, poseído por la luz. La tierra misma brillaba.   Y a través de los lagos, los rayos de luz salían del agua para estrellarse contra las escamas de las serpientes. Como reflectores, traían consigo una voluntad perdida, una esencia, un ser. Era Abel, que guiaba al sol, llamando a su hermano para que vuelva a casa. Si tan solo supiese que estaba escondido en el ático del universo, detrás de las constelaciones, más allá del cielo.   Apócrifa eran las raíces. A los límites de la existencia, crecían las praderas intermitentes. Allí Caín se escondía. En su exilio del paraíso, encontró su propia morada. Y cada vez que Abel guardaba el sol para descansar, Caín salía de su escondite, para observar a través de los lagos.  
  Fue un día al comienzo de la primavera que el chico se descuidó. Miraba las vidas de los mortales con anhelo, los veía despertar, algunos más temprano que otros, y comenzar con las tareas del día. Todavía el sol no se aparecía por el horizonte, y aún así muchos hombres y mujeres ya comenzaban su trabajo. Era fascinante.   Ya era hora de partir, sin embargo. El joven se levantó de la arena, sus pies mojados en aquel lago traslucido salpicando su ropa al cambiarse. Estaba a punto de irse, cuando de pronto, vio llamas. Allí abajo, las hormiguitas corrían desesperadas, desorientadas por el humo. Caballos y caballeros descendían con furia sobre el pequeño pueblo que Caín había creído era suyo.   Consigo, armas y antorchas.   No era la primera vez que el dios había visto la muerte. Fue testigo de infinitas guerras, hasta entonces lejanas e inconsecuentes, donde reyes olvidados batallaban por tierra que nunca fue suya realmente, y que en tres generaciones pasaba a otro. Al pasar las estaciones, sin embargo, Caín había avistado un pequeño pueblo de granjeros, separados del resto del mundo, viviendo por sí solos, valiéndose de sí mismos. Su fe era única, pues no rezaban a ningún dios, sino que agradecían por la tierra que los había criado. Eran felices, aunque imperfectos.   Caín reconoció a su padre en esas palabras.   Con perspectiva curiosa, intentando dejar atrás todo prejuicio, se contentó con observar. Año tras año, aquella comunidad creció, conquistando el bosque y el mar, alzando campos y puertos, incluso entablando comercio con los pueblos cercanos.   Dentro de un pequeño y orgulloso castillo, no muy lejos, le llegó a un pequeño y orgulloso rey una misiva. “¡Un pueblo pagano se enfrenta a la voluntad divina!” se escuchó en las calles de aquella pequeña y orgullosa ciudad. Caín debió haberlo visto venir. Los caballos anduvieron toda la noche.   Cuando el sol aún no se había alzado, los asesinos alzaron sus antorchas, quemando los campos, atropellando a los granjeros. Los ojos de Caín lo veían todo. Su visión divina no le permitía arrancar la mirada. Pasaron los momentos de indecisión, y el sol comenzó a alzarse al Este. El chico se vio atrapado por la luz, a punto de revelarle.   Miró nuevamente la escena terrible debajo de su pequeño paraíso. En un segundo, tomó una decisión apresurada, y se sumergió bajo el agua. Como un cometa rojo, descendió al mundo mortal; un cometa que no pasó desapercibido por el sol, pues le pasó por delante, desde las constelaciones hasta la tierra.   En un instante, Caín cayó cual pájaro abatido. Su forma mutó, adaptándose al mundo mortal, dejando atrás su divinidad y adoptando un nuevo nombre. Intentó usar todo su poder para esconder su identidad del sol naciente, tornando su piel dorada en carne, su pelo voluptuoso en un corte modesto. Filamentos le siguieron desde Apócrifa, como si hubiese roto un vidrio al atravesar el velo.   Su forma mortal intentaba desprenderse de su divinidad, con poco mérito. El chico aún parecía una maravilla, su piel suave como la porcelana, sus ojos rojizos como los de nadie. Su cabello, que siempre había parecido un largo río por sus curvas y su movimiento, residió hasta llegarle a los tobillos, cuando antes se extendía por millas y millas. Su madre siempre decía que era demasiado bello como para cortarlo.   Desnudo, solo lo acompañaba su mirada de fuego. Dio unos pasos por la tierra, sintiendo bajo sus dedos el barro y la suciedad. Caín sonrió, mirándose las manos. Una única gota de lluvia cayó sobre su piel, y por primera vez en su vida, sintió frío. Le dedicó una mirada al cielo, donde el sol era escondido detrás de pesadas nubes de tormenta.   Alguien había enviado aquellos truenos. Le estaban escondiendo de su hermano.   Sin tiempo para pensar quién podría estar ayudándole, Caín corrió en aquel mundo mortal, mientras la lluvia pasaba de un goteo a un chaparrón. Sus músculos se esforzaron más allá de su capacidad, sus pies se cortaron con las rocas del camino, su pelo carmesí se pegó a su piel. Los dolores mortales.   Y Caín siguió corriendo.   El tronar de una cabalgata casi le atropella al llegar a las afueras del pueblo. El dios resbaló sobre los adoquines del camino y rodó en el suelo, llagas y moretones abriéndose en su piel como flores. El caballo que casi lo mata estaba en frente suyo. Cuando, difícilmente, Caín logró levantar la mirada, vio la sombra de un monstruo.   Un caballero cubierto de sangre, su armadura negra como su alma, cargando una espada más grande que él en una mano, mientras en la otra, una campana dorada. La lluvia parecía no poder lavar el olor a muerte que llevaba consigo, la piel oscura de su caballo para siempre manchada con la sangre de los inocentes. Su mirada se clavó en la de Caín. No dijo una sola palabra al descender de su montura.   El dios se encontraba malherido. La mortalidad tenía sus defectos, como siempre le había dicho su padre. Y ahora, moriría en manos de aquel asesino, por su torpeza. Desafiante hasta el final, Caín sostuvo la mirada de la criatura. Los ojos del caballeros eran invisibles detrás de aquel casco en forma de cruz. Guerreros de Dios. Necios impuros.   El caballero dejó su campana en el suelo, para extender su mano izquierda y reposarla sobre la cabeza empapada del pelirrojo.   - ¿Te encuentras bien, chico? – su voz era ronca, verdaderamente la de un animal más que la de un hombre.   Caín se detuvo bajo el peso de aquel guantelete. El caballero estaba encantado por su don. No había perdido todos sus poderes al descender del paraíso. El chico soltó una risotada, apreciando quizá por primera vez aquel regalo que nunca pidió. Con dificultad, se levantó del barro, aún desnudo, tapándose con su cabello. Mirando a la bestia, apuntó a los caballeros, galopando por el pueblo, causando estragos.   - Mátalos.   Y por primera vez, abusó de su don.

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