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5 Truysal

Año del Corazón de Dragón 4010, Truysal     Diseñada para capturar la puesta del sol, la Sala de Audiencias imperial no tenía muros detrás del estrado del Emperador. La luz del sol entraba en el interior abovedado a través de los pilares de mármol de la explanada e iluminaba los tapices que había suspendidos entre ellos. La brisa arremolinaba el humo de los incensarios colocados alrededor del estrado y mezclaba la fragancia de los aceites olorosos con las del cielo y el mar.   —¿Se sabe algo de mi sobrino? —preguntó Akibar Claudius III a Nabor, su Primer Consejero—. ¿Algo de Claudius?   —No, Dios–de–los–Hombres —respondió el anciano—. Pero todo va bien. Estoy seguro. Claudius frunció los labios e hizo cuanto pudo para parecer sereno.   —Procede, Nabor.   Con el frufrú de su toga de seda, el marchito Primer Consejero se giró hacia los demás funcionarios reunidos alrededor del estrado. Desde que tenía uso de razón, Claudius siempre había estado rodeado de soldados, embajadores, esclavos, espías y astrólogos… Desde que tenía uso de razón, había sido el centro de esa muchedumbre que correteaba de aquí para allá, el gancho del que colgaba el maltrecho manto del Imperio. Entonces, de repente, le sorprendió no haber mirado nunca a ninguno de ellos a los ojos, jamás. Mirar a los ojos al Emperador estaba prohibido para aquéllos que no tenían sangre imperial. Esa idea le horrorizó.   «Con la salvedad de Nabor no conozco a ninguno de esos hombres.»   El Primer Consejero se dirigió a ellos.   —Ésta será una audiencia distinta de todas las que habéis presenciado antes. Como sabéis, el primero de los grandes caballeros geshui ha llegado. Somos el portal a través del cual él y sus pares deben pasar para unirse a la Guerra Santa. No podemos impedírselo ni cobrarles por ello, pero podemos ejercer nuestra influencia, hacerles ver que nuestros intereses coinciden con lo que está bien y es verdadero. A medida que avance la audiencia, manteneos en silencio. No cuchicheéis. No os mováis. Adoptad un aspecto de severa compasión. Si el estúpido firma el Solemne Contrato, sólo entonces prescindiremos del protocolo. Podéis mezclaros con su séquito, compartir la comida o la bebida que los esclavos os ofrezcan. Pero medid vuestras palabras. No reveléis nada. Nada. Quizá creáis que estáis al margen de estos acontecimientos, pero no lo estáis. Formáis parte de ellos. No cometáis ningún error, amigos míos; el propio Imperio está en juego.   El Primer Consejero miró a Claudius, que asintió.   —Ha llegado el momento —gritó Nabor, haciendo un gesto hacia el extremo más lejano de la Sala de Audiencias imperial. Las grandes puertas de piedra, reliquias krehanianos recuperadas de las ruinas de Habroth, se abrieron pesadamente.   —Su eminencia —gritó una voz—, el señor Cthal Eiudum, Palatino de Indeborea.   Sintiéndose por sorpresa sin aliento, Claudius observó cómo sus ujieres imperiales guiaban al séquito frinbelyano por la sala. A pesar de su anterior resolución de permanecer inmóvil («los hombres que parecen estatuas —pensaba — irradian sabiduría»), se encontró tirándose de las borlas de su faldón de lino. Había recibido a innumerables peticionarios en cuarenta y cinco años, embajadas de guerra y paz de todos los Llanos de Mairuthi, pero como Claudius había dicho, nunca había presidido una audiencia como aquélla.   «El propio Imperio…»   Habían pasado meses desde que Tuthemet había declarado la Guerra Santa contra los infieles de Kuswua. Como la nafta, los maníacos llamamientos habían incendiado los corazones de todos los hombres de la nación geshui; a los píos, los sedientos de sangre y los codiciosos por igual. Incluso entonces, las arboledas y los viñedos que había más allá de las murallas de Truysal estaban repletos de los autoproclamados Caballeros del Corazón de Dragón. Pero hasta la llegada de Eidum, habían sido sobre todo chusma: hombres libres de las castas inferiores, mendigos, sacerdotes cúlticos no hereditarios e incluso, según le habían dicho a Claudius, un grupo de leprosos, hombres con pocas esperanzas más allá de la promesa de Tuthemet, incapaces de comprender la temible tarea que su Ryiah les había encomendado. Hombres como ellos no merecían el escupitajo del Emperador, y mucho menos sus preocupaciones.   Cthal Eiudum era una cosa completamente distinta. De todos los grandes nobles geshui de los que se rumoreaba que habían hipotecado sus derechos de nacimiento por la Guerra Santa, él había sido el primero en llegar a las costas del Imperio. Su llegada había provocado tumultos entre la población de Truysal. Tablillas de consagración de arcilla, compradas en los templos por un talento de cobre, fueron colgadas en las calles. Las piras de Gadrel quemaron a una infinita procesión de víctimas donadas en su nombre. Todo el mundo comprendió que un hombre como Eidum, junto a sus barones y caballeros vasallos, sería la quilla y el timón de la Guerra Santa.   Pero ¿quién sería su piloto?   «Yo.»   Le pareció poco probable.   «Para ellos, soy sólo una figura oscura enmarcada por el sol y el cielo.»   —Siempre es bueno —dijo con una sorprendente resolución— recibir a un primo de nuestra raza de allende los mares. ¿Cómo van las cosas, señor Eidum?   El Palatino de Indeborea se adelantó de entre su séquito y se detuvo ante los monumentales escalones, eligiendo con poco tacto la larga sombra de Claudius para bloquear aquel resplandor. Alto y ancho de hombros, el hombre tenía una figura imponente. La pequeña boca fruncida entre la barba sugería algún defecto de nacimiento, pero los ropajes rosados y azules que llevaba eran dignos de la envidia de un emperador.   —Bien, ¿cómo va la guerra, tío?   Claudius a punto estuvo de salir disparado de su trono. Alguien reprimió un grito.   —No pretende ofenderte, Dios–de–los–Hombres —le murmuró en seguida al oído Nabor—. Los nobles theyngos con frecuencia se refieren a sus superiores como tíos. Es su costumbre.   «Sí —pensó Claudius—, pero ¿por qué ha mencionado la guerra? ¿Me está acosando?»   —¿A qué guerra te refieres? ¿La Guerra Santa?   Eidum miró con los ojos entrecerrados lo que para él debía de ser un muro de siluetas en lo alto.   —Me dijeron que tu sobrino, Akibar Tanthar, marcha contra los inskimios en el norte.   —¡Oh! Eso no es una guerra. Es solamente una expedición de castigo; una simple escaramuza, en realidad, si se la compara con la gran guerra que se avecina. Los inskimios no son nada. El único objeto de mi preocupación son los monem de Kuswua. Después de todo, son ellos, y no los inskimios, quienes profanan la santa Honesh.   ¿Podían los demás oír el hueco que tenía en el estómago?   Eidum frunció el entrecejo.   —Pero he oído que los inskimios son un pueblo formidable, que nunca han sido vencidos en el campo de batalla.   —Nada digno de mención. Ahmed nos favoreció con un mar tranquilo.   —Merced a su gracia viajamos… Dime, ¿tuviste ocasión de hablar con Azom antes de partir de Helladiak? —Podía oír claramente cómo Nabor se tensaba a su lado. Menos de tres horas antes, el Primer Consejero le había informado de la enemistad de Eidum con su ilustre pariente. —¿Azom?   Claudius sonrió.   —Sí, tu primo. El Príncipe Coronado.   Su cara y su pequeña boca se oscurecieron.   —No, no hablamos.   Claudius reprimió una carcajada. Se dio cuenta de que ese hombre era estúpido. Con frecuencia se había preguntado si no era ésa la verdadera función del knam: la rápida separación del grano de la paja. Entonces comprobaba que el Palatino de Indeborea era paja.   —No —dijo Claudius—. Creo que no.   Varios miembros del séquito de Eidum fruncieron el entrecejo al oír eso —el funcionario rechoncho a su derecha incluso abrió la boca en señal de protesta—, pero no pronunciaron palabra. Sabían perfectamente, como supuso Claudius, que no debían decir nada que pudiera sugerir que a su Palatino se le había pasado algo por alto.   —Azom y yo no… —Eidum se detuvo, como si a media frase se diera cuenta de que había dicho demasiado. Se quedó boquiabierto, desconcertado.   «¡Oh, esto es todo un arte! El idiota de un idiota.»   Claudius hizo un gesto desdeñoso con la mano y observó cómo su sombra revoloteaba sobre los hombres del Palatino. El sol le calentaba los dedos.   —Ya basta de Azom.   —Sin duda —espetó Eidum.   Claudius no dudaba de que más tarde Nabor encontraría una forma poco original de regañarle por haber mencionado a Azom. No tendría en cuenta el hecho de que el Palatino le había ofendido a él antes. Según Nabor, estaban allí para seducir, no para enzarzarse en discusiones. «El viejo ingrato —pensaba Claudius— se está volviendo tan malo como mi abuela.» No importaba. El Emperador era él.   —Las provisiones… —susurró Nabor.   —Tú y tu contingente seréis proveídos de cuanto necesitéis, por supuesto —prosiguió Claudius—. Y para asegurarme de que te hospedas de un modo acorde a tu rango, he preparado una cercana casa de campo para tu solaz. —Se giró hacia el Primer Consejero—. Nabor, ¿eres tan amable de mostrarle al Palatino nuestro Solemne Contrato?   Nabor chasqueó los dedos, y un inmenso eunuco salió lenta y pesadamente de detrás de los cortinajes, a la derecha del estrado; sostenía un atril de bronce. Un segundo eunuco le siguió; llevaba como si se tratara de una reliquia, sobre sus brazos de foca, un largo rollo de pergamino. Eidum, asombrado, retrocedió por los escalones cuando el primer eunuco colocó el atril ante él. El segundo sostuvo con dificultades el pergamino durante un instante —una indiscreción que, sin duda, tendría su castigo— y después lo desenrolló lentamente sobre el bronce inclinado. Ambos se retiraron a una prudente distancia.   El Palatino theyngo entrecerró los ojos burlonamente mirando a Claudius y después se inclinó para estudiar el pesado documento.   Pasó un largo rato.   —¿Lees ashario? —le preguntó Claudius finalmente.   Eidum le miró de soslayo.   «Tengo que andarme con cuidado», pensó Claudius. Pocas cosas resultaban tan imprevisibles como los hombres que eran a la vez estúpidos y susceptibles.   —Leo ashario, pero no lo entiendo.   —Eso no servirá de nada —dijo Claudius, inclinándose hacia adelante en su trono—. Eres el primer hombre de alto rango, Eidum, que honra con su presencia la inminente Guerra Santa. Es crucial que nos entendamos sin ningún tipo de reserva, ¿no crees?   —Es cierto —respondió el Palatino con un tono y una expresión gélidos, propios de quien trata de mantener la dignidad en un estado de desconcierto.   Claudius sonrió.   —Bien. El Imperio de Ufrusia, como bien debes saber, ha estado guerreando contra los monem desde que los primeros hombres de la tribu kuswua llegaron aullando de los desiertos. Durante generaciones hemos luchado contra ellos en el sur, incluso mientras luchábamos contra los inskimios en el norte, y hemos ido perdiendo una provincia tras otra a manos de su ardor fanático. Luthiren, Xeroshi, incluso Misigek…, pérdidas pagadas con el sacrificio de miles y miles de hijos ufrus. Todo lo que hoy es llamado Kuswua perteneció en el pasado a mis ancestros imperiales, Palatino. Y como quien yo soy ahora, Akibar Claudius III, no es sino el rostro de un Emperador divino, todo lo que hoy es llamado Kuswua me perteneció, a mí, en el pasado.   Clauius se detuvo, transido por sus palabras y emocionado por la resonancia de su voz a través de las estancias de mármol pulido. ¿Cómo podían negar la fuerza de su oratoria?   —El Solemne Contrato que tienes ante ti, Eidum, solamente te une, como todo hombre debe estar unido, a la verdad. Y la verdad, la verdad innegable, es que todos los estados de Kuswua son, en realidad, provincias del Imperio de Ufrusia. Firmando este contrato, prometes deshacer esa antigua injusticia; prometes devolver todas las tierras liberadas por medio de la Guerra Santa a su legítimo propietario.   —¿Qué es esto? —preguntó Eidum, que a punto estaba de temblar de recelo, y eso no era bueno.   —Como te he dicho, es un contrato mediante el cual te comprometes a…   —Te he oído la primera vez —ladró Endurill—. ¡No me han dicho nada de esto! ¿Tiene el visto bueno del Ryiah? ¿Lo sabe Tuthemet?   ¿El muy idiota tenía el descaro de interrumpirle? ¿A Akibar Claudius III, el Emperador que quería ver restaurado el Ufrusium? ¡Qué escándalo!   —Mis generales me dicen que has traído a mil quinientos hombres contigo, Palatino. .   —N–no sabía nada de esto —tartamudeó Eidum—. ¿Debo prometer que voy a renunciar a todas las tierras de infieles que conquiste? ¿Qué voy a dártelas a ti?   El rechoncho funcionario que estaba a su lado no pudo aguantar más.   —¡No firmes nada, Palatino! Estoy seguro de que el Ryiah no sabe nada de esto.   —¿Y quién eres tú? —le espetó Claudius.   —Trohas Dantillus —dijo el hombre con brío—. Mariscal de Gatterius.   —Gatterius…, Gatterius. Nabor, por favor, dime, ¿por qué me resulta tan familiar este nombre?   —Por supuesto, Dios–de–los–Hombres. Gatterius es la hermana de Otterbyl, la fortaleza que la Escuela del Mandato ha dado en usufructo a la Casa Cthal. El señor Dantillus, aquí, es un amigo íntimo de Cthal Azom. —El viejo Primer Consejero se detuvo durante el más breve de los instantes, sin duda para permitir a su Emperador asimilar la importancia de aquello—. Su maestro de esgrima durante su infancia, si no me equivoco.   Por supuesto. Azom no era tan estúpido como para permitir que un idiota, especialmente un idiota tan poderoso como Eidum, se enfrentara, él solo, a la Casa Akibar. Había mandado a una nodriza. «¡Ah, madre! —pensó—, los Llanos de Mairuthi al completo conocen nuestra reputación.»   —Mariscal —dijo Claudius—, olvidas cuál es tu lugar. ¿Acaso mi maestro de protocolo no te ha ordenado que permanecieras en silencio?   Dantillus se rió y negó con la cabeza, compungido. Se giró hacia Eidum.   —Nos advirtieron de que esto podía suceder, señor —dijo.   —¿Qué os advirtieron que podía suceder, Mariscal? —gritó Claudius. ¡Eso era completamente intolerable!   —Simplemente, que la Casa Akibar podía jugar con lo que es sagrado.   —¿Jugar? —exclamó Eidum, girándose para enfrentarse con Claudius—. ¿Jugar con la Guerra Santa? Me he dirigido a ti con el corazón abierto, Emperador, como un Caballero del Corazón de Dragón ante otro, ¿y tú juegas con lo sagrado?   Silencio fúnebre. El Emperador de Ufrusia acababa de ser acusado.   —Te he pedido… —Claudius se detuvo, tratando de no gritar—. Te he pedido, ¡con buenas maneras, Palatino!, que firmaras mi Contrato. O lo firmas, o tú y tus hombres os morís de hambre; tan sencillo como esto.   Eidum había adoptado la mirada de alguien que iba a desenfundar su arma, y por un momento, Claudius luchó contra la demente necesidad de huir, a pesar de que las armas del hombre habían sido confiscadas. El Palatino podía ser un idiota, pero estaba terriblemente bien proporcionado. Parecía como si se dispusiera a ascender por los escalones que había entre ellos de siete en siete.   —¿De modo que no nos darás provisiones? —gritó Eidum—. ¿Matarás de hambre a Caballeros del Corazón de Dragón para valerte de la Guerra Santa a tu favor?   «Caballeros del Corazón de Dragón.» La frase hacía que Claudius tuviera ganas de escupir, y sin embargo ese parlanchín idiota la pronunció como si fuera el nombre secreto de Dios. Más fanatismo lerdo. Nabor también le había advertido de eso.   —Sólo estoy hablando de lo que la verdad exige, Palatino. Si la verdad sirve en mi favor es porque yo sirvo los fines de la verdad. —El Emperador de Ufrusia no pudo reprimir una sonrisa perversa—. Que tus hombres mueran o no de hambre depende de tu decisión, Eidum. Tu…   Algo cálido y viscoso le golpeó la mejilla. Asombrado, se dio una palmada en la cara y estudió la mugre de sus dedos. Una premonición de condena le sobrevino y arrancó el aliento de su pecho. ¿Qué era aquello? ¿Qué clase de augurio?   Alzó la mirada hacia los gorriones que revoloteaban.   —¡Ettemaneki! —bramó.   El capitán de la Guardia Shotica corrió a su lado: llevaba el aroma de bálsamo y cuero.   —¡Matad a esos pájaros! —siseó Claudius.   —¿Ahora, Dios–de–los–Hombres?   En lugar de contestar, agarró a Ettemaneki por la capa carmesí que el hombre vestía, de acuerdo con las costumbres ufrus, recogida sobre el hombro izquierdo y anudada en la cadera derecha. La utilizó para limpiarse los excrementos de pájaro de las mejillas y los dedos.   Uno de sus pájaros le había corrompido… ¿Qué podía significar eso? Lo había arriesgado todo. ¡Todo!   —¡Arqueros! —gritó Ettemaneki hacia las galerías superiores en las que estaban escondidos los Arqueros Shoticalos—. ¡Matad a los gorriones!   Después de una breve pausa, se oyó el tañido de las cuerdas de unos arcos invisibles en lo alto.   —¡Morid! —rugió Claudius—. ¡Traidores desagradecidos!   Pese a su cólera, sonrió al ver cómo Eidum y su embajada correteaban para esquivar las flechas que caían. Las saetas repicaron en el suelo de la Sala de Audiencias Imperial. La mayoría habían errado el blanco, pero unos cuantos pájaros cayeron revoloteando como semillas de arce, llevando consigo unas pequeñas sombras retorcidas. Pronto la sala quedó llena de gorriones caídos; algunos daban cabezadas como peces arponeados, y otros estaban inertes.   Los arqueros se detuvieron. El golpeteo de las alas puntuaba el silencio.   Un gorrión empalado había caído sobre los escalones entre él y el Palatino de Indeborea. Llevado por un capricho, Claudius se alzó de su trono y descendió por los escalones. Se inclinó y alzó la flecha con su maltrecho mensaje. Escudriñó el pájaro un instante, observó sus convulsiones y bandazos. «¿Fuiste tú, pequeño? ¿Quién te ha llevado a hacer esto? ¿Quién?»   Un simple pájaro nunca hubiera osado ofender al Emperador. Levantó la mirada hacia Eidum y fue presa de otro capricho, esa vez más oscuro. Sosteniendo la saeta y el gorrión ante él, se acercó al estupefacto Palatino.   —Toma esto —dijo Claudius con calma—, como muestra de mi estima.   *** Intercambiaron palabras de mutua indignación y después Eidum, Dantillus y su séquito salieron bramando de la Sala de Audiencias imperial y dejaron a Claudius solo con su corazón atronante.   Se rascó los restos de excremento de pájaro de la mejilla. Entrecerrando los ojos contra el sol, miró su trono, la silueta bruñida de sus sirvientes. Oyó vagamente a su Gran Senescal, Mgaror, pedir a gritos un cuenco de agua tibia. El Emperador debía ser limpiado.   —¿Qué significa esto? —preguntó Claudius, absorto.   —Nada, Dios–de–los–Hombres —respondió Nabor—. Teníamos previsto que inicialmente se negaran a firmar el Solemne Contrato. Como todos los frutos, nuestro plan necesita tiempo para madurar.   «¿Nuestro plan, Nabor? Querrás decir mi plan.»   Trató de bajar la mirada hacia aquel idiota insolente, pero el sol le confundió.   —No estoy hablando contigo ni del contrato, viejo estúpido. —Para subrayar su argumento, le dio una patada al atril de bronce. El contrato se tambaleó en el aire como un péndulo antes de caer al suelo. Entonces, señaló el pájaro ensartado que tenía a sus pies—. ¿Qué significa esto?   —Buena fortuna —gritó Al-Fharuzi, su augur y astrólogo favorito—. Entre las castas inferiores, ser… ¡Ah!, que un pájaro se te cague encima es motivo de gran celebración.   Claudius quiso reír, pero no pudo.   —Pero que se les caguen encima es el único destino que conocen, ¿no es así?   —En cualquier caso, esa creencia encierra una gran sabiduría, Dios–de–los–Hombres. Creen que las pequeñas desgracias como ésta auguran cosas buenas. Las advertencias sombrías siempre deben acompañar al triunfo para recordarnos nuestra fragilidad.   Sintió un cosquilleo en la mejilla, como si reconociera la verdad de las palabras del augur. ¡Era un augurio! Y, además, bueno. ¡Lo sentía!   «¡Una vez más, los Dioses me han tocado!»   De nuevo animado, ascendió los escalones, escuchando ávidamente cómo Al-Fharuzi seguía hablando sobre el modo como ese acontecimiento coincidía con su estrella, que acababa de entrar en el horizonte de Tulbar, el Diamante del Destino, y entonces estaba sobre dos fortuitos ejes con la Bóveda Celeste.   —Una conjunción excelente —exclamó el esmirrado augur—. ¡Sin duda, una conjunción excelente!   En lugar de regresar a su lugar en el trono, Claudius pasó junto a él y le pidió a Artemus que le acompañara. Liderando un pequeño grupo de funcionarios, caminó entre los grandes pilares de mármol rosado que resaltaban la ausencia del muro y salió a la terraza adyacente.   Como un vasto fresco enturbiado por colores ahumados, Truysal se extendía ante él, expandiéndose hasta el sol poniente. Su palacio, las Cumbres Indelwane, estaba en el barrio marítimo de la ciudad, de modo que podía, si lo deseaba, ver Truysal en su laberíntica entereza simplemente girando la cabeza de lado a lado: las torretas cuadradas del Cuartel Shotico al norte, el monumental malecón y los edificios del templo–complejo de Tdzald directamente al oeste, y el congestionado tumulto del puerto a lo largo de las orillas del río Pherium al sur.   Escuchando todavía a Al-Fharazi, observó a través de los distantes muros hacia donde las arboledas y los campos circundantes se decoloraban bajo el vientre del sol. Allí, arracimados y esparcidos a lo largo del paisaje como el moho en un pedazo de pan, veía las tiendas y los pabellones de la Guerra Santa. No eran muchos hasta entonces, pero Claudius sabía que en cosa de meses podrían cubrir perfectamente el horizonte.   —Pero la Guerra Santa, Al-Fharuzi… ¿Significa esto que la Guerra Santa será mía?   El augur imperial entrelazó sus delgados dedos y agitó su hirsuta cabeza afirmativamente.   —Pero los caminos del destino son estrechos, Dios–de–los–Hombres. Hay muchas cosas que debemos hacer.   Tanta atención prestaba Claudius a los diagnósticos y las prescripciones de su augur —entre los que había detalladas instrucciones para el sacrificio de diez toros— que al principio no se percató de la llegada de su madre. Pero allí estaba, una sombra estrecha en su periferia, tan inconfundible como la muerte.   —Prepara las víctimas, pues, Al-Fharuzi —dijo perentóreamente—. Es suficiente por ahora.   Mientras el augur se retiraba, Claudius vio de soslayo un grupo de soldados que portaba el cuenco de agua que aquél había pedido antes.   —¿Al-Fharuzi?   —¿Sí, Dios–de–los–Hombres?   —La mejilla… ¿Debo limpiármela?   El hombre agitó las manos de un modo cómico.   —¡No! E–en ningún caso, Dios–de–los–Hombres. Es crucial que esperes al menos tres días. Crucial.   Le asaltaron muchas otras preguntas, pero su madrastra se había acercado seguida por la tambaleante mole de su eunuco. Ella se movía con la esbelta gracilidad de una virgen de quince años pese a sus sesenta de ramera. Con un batir de muselina y seda azules, se giró hacia él y escudriñó la ciudad como había hecho Claudius hacía un instante. La luz del sol brillaba sobre las capas de su tocado de jade.   —Un hijo —dijo secamente— que depende de un idiota que balbucea y lloriquea. Es muy reconfortante para el corazón de una madre.   Percibió algo extraño en sus maneras, algo contenido. Pero, de todos modos, nadie parecía sentirse cómodo en su presencia últimamente; Claudius suponía que era porque finalmente habían vislumbrado la divinidad que moraba en su interior, después de que los dos grandes cuernos de su plan habían sido puestos en movimiento.   —Son tiempos difíciles, madre; demasiado peligrosos como para ignorar el futuro.   Ella se giró y lo estudió de un modo que era a la vez coqueto y masculino. El sol profundizó sus arrugas y proyectó la sombra de su nariz sobre la mejilla Claudius siempre había pensado que los viejos eran, en cuerpo y alma, desagradables. La edad transformada para siempre en resentimiento. Lo que era viril y ambicioso en los ojos de los jóvenes se convertía en impotencia y codicia en los de los viejos.   «Me pareces insultante, Aghonia. Tanto por tu aspecto como por tus maneras.»   En el pasado, la belleza de su madrastra había sido legendaria. En vida de su padre, ella había sido la posesión del Imperio más celebrada: Akibar Aghonia, la Emperatriz de Ufrusia, cuya dote había sido la quema del harén imperial.   —He estado observando tu audiencia con Eidum —dijo gentilmente—. Un desastre, tal como te había dicho, divino hijo mío. —Su sonrisa resquebrajó el maquillaje de alrededor de sus labios. A Claudius le sobrevino el deseo de besar esos labios con una fuerza física.   —Supongo que sí, madre.   —Entonces, ¿por qué insistes en ese sinsentido?   Y entonces ese extraño giro: su madrastra discutiendo contra la pura razón.   —¿Sinsentido, madre? El Solemne Contrato verá el Imperio restaurado.   —Pero si ni un idiota como Eidum puede ser embaucado para que lo firme, ¿qué esperanza tiene tu contrato de prosperar, eh? No, Xerius, servirás mejor al Imperio sirviendo a la Guerra Santa.   —¿También a ti te ha embrujado Tuthemet, madre? ¿Cómo se embruja a una bruja?   Risas.   —Ofreciéndole la destrucción de sus enemigos, ¿cómo si no?   —Pero todo el mundo es tu enemigo, madre. ¿O me equivoco?   —Todo el mundo es enemigo de todo hombre, Claudius. Harías bien en recordarlo.   En un extremo de su campo visual, vislumbró a un guardia acercándose a Nabor y susurrándole algo en el oído. Sus augures le habían dicho que la armonía era musical. Exigía que uno estuviera en sintonía con los matices de cada circunstancia. Claudius era un hombre que no necesitaba mirar las cosas para verlas. Poseía un refinado sentido de la sospecha.   El viejo Primer Consejero asintió; después, por un momento, miró a su Emperador con la vista inquieta.   «¿Están tramando algo? ¿Es esto una traición?» Pero se encogió de hombros para alejar esos pensamientos. Eran demasiado habituales como para confiar en ellos. Como si intuyera el motivo de su distracción, Aghonia se giró hacia Nabor.   —¿Qué dices tú, Nabor, eh? ¿Qué dices tú de la avaricia infantil de mi hijo?   —¿Avaricia? ¿Infantil? —gritó Claudius. ¿Por qué le provocaba de ese modo?   —¿Qué si no? Despilfarras los regalos del Diamante. Primero el destino te entrega a este Tuthemet y, en contra de mi consejo, tratas de asesinarlo. ¿Por qué? Porque no es tuyo. Después te entrega la Guerra Santa, ¡un martillo con el que aplastar a nuestro ancestral enemigo! Y como no es tuya, ¡quieres destruirla a ella también! Eso son berrinches de un niño, no las estratagemas de un Emperador astuto.   —Créeme, Aghonia estoy tratando de desencadenar la Guerra Santa, no de acabar con ella. Los perros extranjeros firmarán el Solemne Contrato.   —¡Con tu sangre! ¿Has olvidado lo que sucede cuando alguien junta estómagos hambrientos con corazones fanáticos? Son hombres belicosos, Claudius; hombres intoxicados por su fe. ¡Hombres que actúan ante el rostro de la humillación! ¿Esperas de verdad que soporten tu extorsión? ¡Estás poniendo en riesgo el Imperio, Claudius!   ¿Poniendo en riesgo el Imperio? No. En el noroeste vivían pocos ufrus visibles desde las montañas, tal era su miedo a los inskimios. Y en el sur, todas las «viejas provincias» que habían pertenecido al Ufrusium en el momento más álgido de su poder estaban esclavizadas por los infieles de Kuswua. Entonces, los tambores monem resonaban en sus viejas conquistas, llamando a los hombres a rendir culto al Falso Profeta, Moneh. La fortaleza de Tasgilioch, que los antiguos krehennianos habían erigido para resguardarse de Misigek, era de nuevo una frontera. No estaba poniendo en riesgo el Imperio; sólo su apariencia. El Imperio era el premio, y no, la apuesta.   —Por fortuna, tu hijastro no es tan estúpido como eso, Aghonia. Los Caballeros del Corazón de Dragón no se morirán de hambre. Comerán de mi plato, pero sólo una vez al día. No pretendo negarles las provisiones que necesitan para vivir; sólo las provisiones que necesitan para marchar.   —¿Y qué hay de Tuthemet? ¿Y si te ordena que les des provisiones?   En cuestiones de Guerra Santa, una antigua constitución comprometía al Emperador con el Ryiah. Claudius estaba obligado a abastecer la Guerra Santa so pena de ser objeto de la Censura del Ryiah.   —¡Ah!, pero ya sabes, madre, que no puede hacerlo. Sabe tan bien como nosotros que esos Caballeros del Corazón de Dragón son estúpidos, que creen que Dios en persona ha ordenado el derrocamiento de los infieles. Si abastezco a Eidum de todo lo que me pide, marcharán en quince días, convencidos de que pueden destruir a los monem con sus míseros recursos. Tuthemet simulará indignarse, por supuesto, pero en secreto aplaudirá mi decisión; sabe que eso le dará a la Guerra Santa el tiempo que necesita para agruparse. ¿Por qué crees que ordenó que se reuniera en Truysal y no en Ikhedo? Aparte de para gravar mi bolsillo, porque sabía que yo haría esto.   Ella se detuvo de repente, con los ojos entrecerrados y escrutadores. A ninguna alma tan reptil como la suya le podía pasar por alto la sutileza de ese movimiento.   —¿Significa esto que tú estás jugando con Tuthemet o que Tuthemet está jugando contigo?   Durante los meses anteriores, Ryiah había subestimado al nuevo Ryiah; debía reconocerlo. Pero no subestimaría al demonio una vez más. No, en ese caso.   Claudius había advertido que Tuthemet comprendía que el Ufrusium estaba condenado. Durante el último siglo y medio, los sabios y poderosos de Ufrusia habían estado esperando la catástrofe, la noticia de que las tribus inskimias se habían unido como en el pasado y estaban avanzando con gran estruendo hacia la costa. Así era como Rialkas había caído dos mil quinientos años antes y como el Imperio Galbairo lo había hecho más de mil años después. Y así sería como, y de eso Claudius estaba seguro, caería también el Ufrusium. Pero era la perspectiva de esta inevitabilidad sumada a Kuswua, una nación infiel que crecía al mismo ritmo que Ufrusia decrecía, lo que verdaderamente le aterraba. Cuando los inskimios se marcharan, y siempre se acababan marchando, ¿quién impediría que los infieles de Kuswua olisquearan la sangre encharcada de Rialkas, que arrancaran los Tres Corazones de Dios: Ikhedo, el Templo Único y el Corazón de Dragón?   Sí, ese Ryiah era astuto. Claudius ya no lamentaba el fracaso de sus asesinos. Tuthemet le había dado un martillo como ningún otro: una Guerra Santa.   —Nuestro nuevo Ryiah —dijo—está muy sobrevalorado.   «Que crean que juega conmigo.»   —Pero ¿con qué fin, Claudius? Aunque la mayoría de los participantes en la Guerra Santa se plieguen a tus exigencias, ¿no creerás realmente que ellos derramarán su sangre para izar el Sol Imperial, verdad? Aunque lo firmaran, el Solemne Contrato sería inútil.   —No inútil, Aghonia. Aunque rompan su juramento, ese contrato no es inútil.   —Entonces, ¿por qué? ¿Por qué asumir este riesgo insensato?   —Venga, madre. ¿Tan mayor estás?   Por un instante, inesperadamente, vislumbró cómo las cosas debían de parecerle a ella: la mercantil, y por lo tanto extraordinaria, exigencia de que todos los grandes nobles de la Guerra Santa firmaran el Solemne Contrato; el envío del mayor ejército ufrus reunido en una generación no contra los infieles de Kuswua, sino contra su mucho más antiguo y temperamental enemigo, los inskimios. ¡Cómo debían de haberla perturbado esas dos cosas! En los planes tan sublimes como el suyo, la lógica siempre estaba oculta.   Claudius no era tan estúpido como para creer que él era igual a sus ancestros en fuerza o espíritu. El presente era distinto, y distintas eran las fuerzas necesarias. El gran hombre de ese momento encontraba sus armas en los otros hombres y en el astuto cálculo de los acontecimientos. Claudius tenía entonces ambas cosas: su precoz sobrino, Tanthar, y esa insensata Guerra Santa del Ryiah. Con esos dos instrumentos, recuperaría el Imperio.   —¿Cuál es tu plan, Claudius? ¡Debes decírmelo!   —Es doloroso, ¿verdad, madre? Estar en el corazón del Imperio pero ser sordo a sus latidos… ¡Después de toda una vida marcando su compás como si fuera un tambor!   Pero en lugar de mostrar su enfado, sus ojos se abrieron con una repentina epifanía.   —El Solemne Contrato es simplemente un pretexto —jadeó—, algo para protegerte de la Censura del Shriah cuando tú…   —¿Cuando yo qué, madre? —Claudius miró nerviosamente a la pequeña multitud que le rodeaba. Aquél no era el lugar adecuado para una conversación de tal envergadura.   —¿Es ésa la razón por la que has mandado a mi nieto a la muerte? —le preguntó ella gritando.   Allí estaba finalmente el verdadero motivo de su sedicioso interrogatorio. Su querido nieto, el pobre Tanthar, que en ese mismo momento marchaba en algún lugar de la estepa de Siuranti en busca de los temibles inskimios. Ésa era la Aghonia que Claudius conocía y despreciaba: devota del sentimiento religioso pero obsesionada por su progenie, por el destino de la Casa Akibar.   «Tanthar debía ser el Restaurador, ¿verdad, Aghonia? A mí no me creías capaz de semejante gloria, ¿verdad, vieja zorra?»   —¡Eres demasiado ambicioso, Claudius! ¡Ambicionas demasiado!   —¡Ah!, por un momento creí que lo había entendido.   Había dicho eso con una brusca certeza, pero una parte importante de él la creía lo suficiente como para que entonces el sueño exigiera un cuarto de vino entero sin rebajar con agua. «Incluso más esta noche —pensó—, después del incidente de los pájaros.»   —Sí que lo entiendo —le espetó Aghonia—. Tus pensamientos no son tan profundos como para que esta anciana no pueda comprenderlos. Esperas conseguir esas firmas para tu Solemne Contrato, pero no porque esperes que los Caballeros del Corazón de Dragón renuncien a sus conquistas, sino porque vas a declararles la guerra después. Gracias a ese contrato, serás inmune a la Censura del Ryiah cuando sometas a los insignificantes y mal defendidos feudos que sin duda van a alzarse en la estela de la de la Guerra Santa. Y ésa es la razón por la que has mandado a Tanthar a lo que tú llamas expedición de castigo contra los inskimios. Tu plan exige mano de obra que no tienes para guarecer las provincias del norte.   El temor le retorció las tripas.   —¡Ah! —dijo Aghonia con maldad—, una cosa es ensayar tus planes en la oscuridad de tu alma y otra muy distinta oírlos de los labios de otro, ¿no es así, mi estúpido hijo? Es como escuchar a un actor imitando tu voz. ¿Te parece una estupidez ahora, Claudius? ¿Te parece una locura?   —No, madre —logró decir con cierto aire de seguridad—. Solamente atrevido.   —¿Atrevido? —gritó ella, como si la palabra hubiera dado rienda suelta a un transtorno—. ¡Por los Dioses, ojalá te hubiera estrangulado en la cuna! ¡Un hijo tan idiota! Nos has condenado, Claudius, ¿no lo ves? Nadie, ningún Gran Rey de Rialkas, ningún Emperador–Atributo de C’mur, ha derrotado jamás a los inskimios en su terreno. ¡Son el Pueblo de la Guerra, Claudius! ¡Tanthar está muerto! ¡La flor de tu ejército está muerta! ¡Claudius! ¡Claudius! ¡Nos has condenado a todos a la catástrofe!   —¡No, madre! ¡Tanthar me aseguró que podía hacerlo! ¡Ha estudiado a los isnkimios como nadie! ¡Conoce sus debilidades!   —Claudius, pobre loco, ¿no ves que Tanthar es todavía un niño? Brillante, valiente, hermoso como un Dios, pero todavía un niño…   —Se llevó las manos a las mejillas y se clavó las uñas—. ¡Has matado a mi niño! —gimió.   Su lógica, o tal vez fuera su terror, recorrieron el cuerpo de Claudius con la fuerza de una catarata. Presa del pánico, Claudius miró al resto de gente que estaba en el balcón, vio el miedo de su madre en todos sus rostros y se dio cuenta de que habían estado allí durante todo el rato. No le tenían miedo a Akibar Claudius III, ¡sino a lo que había hecho!   «¿Lo he destruido todo?»   Dio un traspié. Unas manos huesudas lo sostuvieron. Nabor. ¡Nabor! Él comprendía lo que había hecho. ¡Había vislumbrado la gloria! ¡El resplandor! Se dio la vuelta, cogió al anciano primer Consejero por los pliegues de su túnica y lo agitó con tanta fuerza que su broche, un ojo de oro con la pupila de ónice, se soltó y cayó rebotando al suelo.   —¡Dime que lo ves! —gritó Claudius—. ¡Dímelo!   Sosteniendo su túnica para evitar que se le abriera, el anciano mantuvo diligentemente la mirada pegada al suelo.   —Has hecho una apuesta, Dios–de–los–Hombres. Sólo lo sabremos una vez que se hayan lanzado las fichas numeradas.   ¡Sí! ¡Eso era!   «Sólo después de que se hayan lanzado las fichas numeradas.»   Los ojos se le llenaron de lágrimas. Cogió al anciano por las mejillas y le sorprendió la aspereza de su piel. Su madrastra no le había dicho nada nuevo. Siempre había sabido que lo había apostado todo. ¿Durante cuántas horas había estado conspirando con Tanthar? ¿Cuántas veces se había sentido admirado por el talento marcial de su sobrino? Nunca antes había tenido el Imperio un Exalto–General como Akibar Tanthar. ¡Nunca!   «Vencerá a los inskimios. ¡Humillará al Pueblo de la Guerra! —Y a Claudius le parecía que sabía esas cosas con una certidumbre increíble—. Mi estrella entra en el Diamante, llevada por dos portentos al Efigie del Cielo… ¡Un pájaro se cagó encima de mí!»   Había puesto las manos sobre los hombros de Nabor, y le sorprendió la magnanimidad de su gesto. «Cómo debe amarme.» Miró a Ettemaneki, Geran y los demás, y de repente la causa de su duda y su miedo le pareció perfectamente clara. Se giró hacia su madre, que había caído sobre sus rodillas.   —Vosotros, todos vosotros, creéis que es un hombre el que ha hecho una apuesta loca. Pero los hombres son frágiles, madre. Los hombres cometen errores.   Ella le miró, con el hollín que le rodeaba los ojos enturbiados por las lágrimas.   —¿Acaso los emperadores no son hombres, Claudius?   —Los sacerdotes, los augures y los filósofos nos enseñan que lo que vemos es humo. El hombre que yo soy no es más que humo, madre. El hijo al que criaste no es sino mi máscara, un disfraz más que he adoptado para esta cansina profusión de parentesco que tú llamas familia. ¡Soy lo que me dijiste que sería! Emperador. Divino. No humo, sino fuego.   Al oír estas palabras, Ettemaneki se arrodilló. Después de un momento de duda, los otros le imitaron.   Pero Aghonia se agarró al brazo de su eunuco y se puso en pie, mirándolo boquiabierta.   —¿Y si Tanthar tiene que morir en el humo, eh, Claudius? ¿Si los inskimios emergen del humo y apagan tu fuego, entonces, qué?   Trató de contener su ira.   —Tu fin se acerca y te aferras al humo porque temes que el humo sea lo único existente. Tienes miedo, madre, porque eres vieja y nada desconcierta más que el miedo.   Aghonia le observó imperiosamente.   —Mi edad es problema mío. No necesito a idiotas que me la recuerden.   —No. Supongo que tus tetas no te permiten olvidarla.   Aghonia dio un alarido y se abalanzó sobre él como había hecho en su infancia. Pero su gigantesco eunuco, Lisitatres, la retuvo cogiéndola con unos puños que hacían que sus antebrazos parecieran los de un enano. Inclinó la cabeza afeitada con una estupefacción atemorizada.   —¡Debería haberte matado! —bramó—. ¡Debería haberte envenenado!   Incomprensiblemente, Claudius se echó a reír. ¡Vieja y asustada! Por primera vez parecía vulgar, lejos de la indómita y sabelotodo matriarca que siempre había parecido. ¡Su madrastra era patética!   Casi compensaba perder un Imperio.   —Llévala a sus aposentos —le dijo al gigante—. Que los médicos la atiendan.   ***   Los ricos colores del atardecer se habían empalidecido y se habían tornado los de la oscuridad. El sol casi se había puesto, enmarcado por un manto de nubes purpúreas. Durante un rato, Claudius se quedó allí, respirando hondamente, retorciéndose las manos para silenciar los temblores. Su gente le observaba nerviosamente con el rabillo del ojo. Su rebaño.   Finalmente, Ettemaneki, cuya ascendencia nordoroth le hacía más franco de lo que parecía, rompió el silencio.   —Dios–de–los–Hombres, ¿puedo hablar?   Claudius asintió con un gesto irritado.   —La Emperatriz, Dios–de–los–Hombres… Lo que ha dicho…   —Sus miedos están justificados, Ettemaneki. Ella simplemente dijo la verdad que mora en todos nuestros corazones.   —¡Pero ha amenazado con matarte!   Claudius golpeó al capitán en plena cara. Las manos del hombre rubio se cerraron en un puño durante un instante, después volvieron a abrirse. Se quedó mirando fieramente los pies de Claudius.   —Lo siento, Dios–de–los–Hombres. Sólo temía que…   —Nada —dijo Claudius, secamente—. La Emperatriz está envejeciendo, Ettemaneki. La marea la ha alejado tanto de la costa que ya ni se la ve. Está perdiendo los modales.   Ettemaneki cayó al suelo y colocó los labios fuertemente en la rodilla derecha de Claudius.   —Es suficiente —dijo el Emperador.   Claudius puso de pie al capitán. Dejó que sus dedos se demoraran en los atractivos tatuajes azules que cubrían los antebrazos del aquel hombre. Los ojos le ardían. Le dolía la cabeza. Pero sintió una extraordinaria calma.   Se giró hacia Nabor.   —Alguien te ha traído un mensaje, viejo amigo. ¿Eran noticias de Tanthar?   Una pregunta enloquecedora, pero sorprendentemente trivial cuando la pronunció sin aliento.   Como el Primer Consejero dudó, regresaron los temblores.   «Por favor… Sananda, por favor.»   —No, Dios–de–los–Hombres.   Alivio mareante. Claudius casi tartamudeó.   —¿Y bien? ¿De qué se trataba?   —Los monem han mandado un emisario en respuesta a tu petición de iniciar negociaciones.   —Bien… ¡Bien!   —Pero no un emisario cualquiera, Dios–de–los–Hombres. —Nabor se lamió sus delgados labios de anciano—. Un triyyaite. Los monem han mandado a un triyyaite.   El sol desapareció, y pareció que con él lo hiciera toda esperanza.   *** Como un trapo batido por el viento, los braseros revoloteaban en el pequeño patio que Ettemaneki había escogido para la reunión. Rodeado de cerezos enanos y acebos, Claudius apretó con fuerza su Khorael, hasta que sintió que le ardían los nudillos. Echó un vistazo a la penumbra de los pórticos colindantes y contó inconscientemente los hombres que allí había. Se giró hacia el enjuto hechicero que tenía a su derecha: Hemelghi, el Gran Maestro del Saidin Imperial.   —¿Tenemos suficientes?   —Más que suficientes —respondió Hemelghi con indignación.   —Modera tu tono, Gran Maestro —le espetó Nabor desde la izquierda de Claudius—. Nuestro Emperador te ha hecho una pregunta.   Hemelghi inclinó levemente la cabeza, como si lo hiciera contra su voluntad. Dos hogueras gemelas se reflejaban en sus acuosos ojos.   —Aquí somos tres, Dios–de–los–Hombres, y doce arqueros, todos con Khorael.   Claudius parpadeó.   —¿Tres? ¿Sólo quedáis tú y dos más?   —No he podido hacer nada, Dios–de–los–Hombres.   —Por supuesto.   Claudius pensó en el Khorael que tenía en la mano derecha. Podía darle una lección de humildad al pomposo mago con un golpecito, pero eso haría que sólo quedaran dos. ¡Cómo despreciaba a los hechiceros! Los despreciaba casi tanto como despreciaba necesitarlos.   —Ya vienen —susurró Simbah.   Claudius apretó su Khorael con tanta fuerza que las escrituras grabadas en él le dejaron una marca en la palma.   Dos guardias entraron en el patio llevando lámparas en lugar de armas. Ocuparon sus puestos a ambos lados de las puertas de bronce, y Ettemaneki, todavía vestido con su armadura ceremonial, se colocó entre ellos, acompañado de una figura que vestía un hábito de lino negro. El capitán acompañó al emisario al lugar establecido, en el que las esferas de luz proyectadas por los cuatro braseros se sobreponían. A pesar de la iluminación, Claudius sólo podía ver parte de los labios y la mejilla izquierda bajo la capucha del hábito.   Triyyaite. Para los ufrus, el único nombre más odioso era el de inskimio. Los niños ufrus —incluso los hijos de los emperadores— se criaban escuchando leyendas sobre los hechiceros–sacerdotes infieles, sus rituales venéreos y sus inconmensurables poderes. Con sólo pronunciar el nombre, el terror se apoderaba del pecho de los ufrus.   Claudius se esforzó por respirar. «¿Por qué mandar a un triyyaite? ¿Para matarme?»   El emisario se quitó la capucha, que quedó reposando sobre sus hombros Después, bajó los brazos para que el hábito cayera al suelo y revelara la larga túnica de color azafrán que llevaba debajo. Tenía la calva pálida, extrañamente pálida, y el rostro dominado por la negrura de las cuencas bajo la frente. Los rostros sin ojos siempre turbaban a Claudius, pues le recordaban la calavera muerta que había debajo de la expresión de todo hombre; pero el conocimiento de que ése podía ver igualmente le provocó una punzada en el velo del paladar, una punzada que no pudo silenciar tragando saliva. Tal como sus profesores le habían advertido durante su infancia, una serpiente rodeaba el cuello del triyyaite, un áspid Misigeki, negra y brillante como si llevara aceites, con la lengua titilando y los ojos de lazarillo suspendidos cerca de la oreja derecha del hombre. Las hendiduras sin vista siguieron fijas en Claudius, pero el áspid inclinó y volvió la cabeza para escudriñar lentamente la amplitud del patio y probar metódicamente el aire.   —¿La ves, Hemelghi? —susurró Xerius entre dientes—. ¿Ves la marca de la hechicería?   —No —dijo el hechicero, con la voz tensa por miedo a que le oyeran.   Los ojos de la serpiente se detuvieron un instante en los pórticos oscuros que flanqueaban el patio, como si estudiara la amenaza que representaban las sombras que había al otro lado. Después, como un timón girando sobre un gozne engrasado, se giró hacia Claudius.   —Soy Ulliamet —dijo el triyyaite en un ashario sin acento—, hijo adoptivo de Kishameri, de la tribu de Obara–Triyya.   —¡¿Eres Ulliamet?! —exclamó Hemelghi.   Otra indiscreción: Claudius no le había dado permiso para hablar.   —Y tú eres Hemelghi. —El rostro sin ojos se inclinó, pero la cabeza de la serpiente permaneció erguida—. Es un honor, viejo enemigo.   Claudius percibió que el Gran Maestro se agarrotaba a su lado.   —Emperador —murmuró el hechicero—, debes marcharte ahora mismo. Si es realmente Ulliamet, estás en grave peligro. ¡Todos lo estamos!   Ulliamet… Había oído ese nombre antes, en uno de los informes de Simbah: el que tenía los brazos cubiertos de cicatrices como un inskimio.   —Así que tres no son suficientes —replicó Claudius, inexplicablemente animado por el miedo de su Gran Maestro.   —Ulliamet es el segundo triyyaite más importante, sólo por debajo de Lunghie. Y únicamente porque sus Leyes Proféticas prohiben que los no kuswua ocupen la posición de Heresiarca. ¡Hasta los triyyaite temen su poder!   —Lo que dice el Gran Maestro es cierto, Dios–de–los–Hombres —añadió Nabor en voz baja—. Debes marcharte ahora mismo. Permíteme que negocie en tu lugar…   Pero Claudius les ignoró. ¿Cómo podían ser tan poco juiciosos cuando los mismísimos Dioses habían garantizado esos procedimientos?   —Bienvenido, Ulliamet —dijo, sorprendido por la tranquilidad de su voz.   —Estás en presencia de Akibar Claudius III, el Emperador de Ufrusia. Arrodíllate, Ulliamet —ladró Ettemaneki después de una breve pausa.   El triyyaite alzó un dedo y el áspid se balanceó sobre él como si se estuviera burlando.   —Los monem sólo nos arrodillamos ante el Único, el Dios–que–es–Solitario. Por reflejos o por simple ignorancia, Ettemaneki alzó el puño para golpear al hombre. Claudius le detuvo con la palma abierta.   —Prescindiremos del Protocolo en esta ocasión, capitán —dijo—. Los infieles pronto se arrodillarán ante mí. —Se llevó el puño en el que sostenía el Khorael a la palma de la otra mano, movido por un oscuro impulso de esconderlo de la mirada de la serpiente—. ¿Has venido a negociar? —le preguntó al triyyaite.   —No.   Eidum murmuró una maldición de soldado.   —Entonces, ¿para qué has venido?   —He venido, Emperador, para que tú puedas negociar con otro.   Claudius parpadeó.   —¿Quién?   Por un instante, pareció que el Efigie del Cielo refulgía en la frente del triyyaite. Se oyó un grito procedente de la oscuridad de los pórticos, y Claudius alzó las manos.   Eidum entonó algo incomprensible, mareante. Un globo, compuesto de rastros fantasmales de fuego azul, apareció ante ellos.   Pero nada había sucedido. El triyyaite seguía allí, tan inmóvil como antes. Los ojos del áspid refulgían como dos pedazos de ámbar a la luz del fuego.   —¡Su cara! —dijo Nabor entre jadeos.   Superpuesta, como una máscara transparente sobre su semblante de calavera, había otra cara, un soldado kuswua entrecano que todavía llevaba la marca del desierto en sus rasgos perfilados. Unos ojos escudriñaron desde las cuencas vacías del triyyaite, y una barba fantasmal le creció en la barbilla, trenzada a la manera de los Grandes de Kuswua.   —Samos —dijo Claudius.   Nunca había visto a ese hombre antes, pero de alguna manera supo que estaba mirando al Padishah-Gobernador de Misigek, el infiel sinvergüenza al que las Columnas Meridionales habían sitiado durante más de cuatro décadas.   Los fantasmales labios se movieron, pero lo único que Claudius oyó fue una voz lejana que hablaba con los ritmos reposados del kuswua. Entonces, debajo se movieron los labios reales.   —Excelente intuición, Akibar. A ti te conozco por tus monedas.   —¿Qué es esto? ¿El Padishah manda a uno de sus perros Satishah para hablar conmigo?   De nuevo, el alarmante lapso de labios y voces.   —No eres digno del Padishah, Akibar. Yo solo podría romper tu Imperio con la rodilla. Da gracias por que el Padishah sea un hombre piadoso y respete sus tratados.   —Todos nuestros tratados son irrelevantes, Thaleos, ahora que Tuhemet es Ryiah.   —Todavía más razón para que el Padishah te desdeñe. También tú te has vuelto irrelevante.   Thaleos se inclinó.   —Pregúntale a qué viene tanto teatro si ya no tienes ninguna importancia —le susurró a su oído—. Los infieles tienen miedo, Dios–de–los–Hombres. Ésa es la única razón por la que han venido aquí.   Claudius sonrió, convencido de que su anciano Primer Consejero sólo había confirmado lo que él ya sabía.   —Si me he vuelto irrelevante, ¿a qué vienen estas medidas extraordinarias? ¿Por qué has hecho del mejor de los tuyos tu mensajero?   —Por la Guerra Santa que tú y tus hermanos idólatras lanzaréis contra nosotros. ¿Por qué si no?   —Y porque sabes que la Guerra Santa es mi instrumento.   La expresión espectral sonrió, y Claudius oyó unas lejanas carcajadas.   —Le arrancarías la Guerra Santa de las manos a Tuthemet, ¿verdad? ¿Harías de ella la gran palanca que utilizarías para enmendar siglos de derrotas? Conocemos tus miserables tramas para unir a los idólatras mediante el Solemne Contrato. Y sabemos del ejército que has mandado contra los inskimios. Las estratagemas de un loco, todas.   —Tanthar ha prometido poner picas con cabezas de inskimios a lo largo del camino desde la estepa hasta mis pies.   —Tanthar está condenado. Nadie posee la astucia ni la fuerza necesarias para vencer a los inskimios, ni siquiera tu sobrino. Tu ejército y tu heredero están muertos, Emperador. Carroña. Si no hubiera tantos geshui en tus costas, iría hasta allí ahora mismo y te daría de beber con mi espada.   Claudius agarró su Khorael con más fuerza para silenciar los temblores. Una imagen de Tanthar sangrando a los pies de algún saqueador inskimio cruzó su mente, y se sonrió a pesar del horror que aquello significaba.   «Entonces, Aghonia sólo me tendría a mí…»   Una vez más la voz de Simbah en su oído.   —Trata de asustarte. Hemos tenido noticias de Tanthar esta mañana, y no había ningún problema. Recuerda, Dios– de–los–Hombres, los inskimios aplastaron Kuswua hace menos de ocho años. Samos perdió tres hijos en esa expedición, incluido Kaintimet, el mayor. Acósale, Claudius. ¡Acósale! Los hombres enfadados cometen errores.   Pero, obviamente, él ya había pensado en eso.   —Te equivocas, Samos, si crees que Tanthar es tan estúpido como Kaintimet.   Los ojos etéreos parpadearon sobre las cuencas vacías.   —La batalla de Hirmaune fue una gran congoja para nosotros, sí; pero una congoja que vosotros compartiréis muy pronto. Tratas de hacerme daño, Akibar, pero solamente profetizas tu propia destrucción.   —El Ufrusium —dijo Claudius— ha soportado pérdidas mucho mayores y ha sobrevivido.   «¡Pero Conphas no puede perder! ¡Los augurios!»   —Es suficiente, Akibar. Te concedo esta nimiedad. El Dios–que–es–Solitario sabe que los ufrus sois un pueblo testarudo. Incluso te concedo que Tanthar quizá prospere allí donde mi hijo titubeó. No subestimaré a ese encantador de serpientes. Fue mi rehén durante diez años, ¿lo recuerdas? Pero nada de esto hace de la Guerra Santa de Tuthemet tu instrumento. No tienes ningún martillo amenazándonos.   —Sí lo tengo, Samos. Los Caballeros del Corazón de Dragón no saben nada de tu pueblo, menos incluso que Tuthemet. Una vez que comprendan que no sólo guerrean contra ti sino contra tus triyyaite, los líderes de la Guerra Santa firmarán el Solemne Contrato. La Guerra Santa necesita una Escuela, y esa Escuela resulta ser mía.   Los labios incorpóreos sonrieron sobre la adusta línea de la boca de Ulliamet.   De nuevo, una extraña voz lejana.   —¿Henda? ¿Eikoru Saikar? Mamnuti jeskutile tah…   —¿Qué? ¿El Saidin Imperial? ¿Crees que el Ryiah te cederá la Guerra Santa por el Saidin Imperial? Tuthemet ha apartado tu mirada del Templo Único, ¿verdad? ¿Lo ves, Akibar? ¿Ves finalmente lo rápidamente que el suelo se abre bajo tus pies?   —¿Qué quieres decir?   —Hasta nosotros sabemos más de los planes de tu maldito Ryiah que tú.   Claudius se quedó mirando el rostro de Nabor y vio que era la preocupación y no el cálculo lo que surcaba sus arrugados rasgos. ¿Qué estaba sucediendo?   «Nabor, ¡dime qué tengo que decir! ¿Qué significa esto?»   —¿Te has quedado sin habla, Akibar? —La voz interpuesta adoptó un aire despectivo—. Bueno, a ver qué te parece esto: Tuthemet ha sellado un pacto con los Atalaya Esmeralda. Ahora mismo, los magos Esmeralda se están preparando para unirse a la Guerra Santa. Tuthemet ya posee la Escuela que necesita, y es una que deja en ridículo al Saidin Imperial en número y poder. Como te decía, eres irrelevante.   —¡Imposible! —espetó Nabor.   Claudius se giró hacia el anciano Primer Consejero, asombrado por su audacia.   —¿Qué es esto, Akibar? ¿Ahora permites que tus perros aullen en tu mesa?   Claudius sabía que debía estar encolerizado, pero una salida así de Nabor… no tenía precedentes.   —¡Miente, Dios–de–los–Hombres! —gritó Nabor—. Es una trampa de infiel para arrancarnos concesiones…   —¿Por qué iban a mentir? —espetó Eidum, obviamente ansioso por humillar a un viejo enemigo de la corte—. ¿No crees que los infieles quieren que nos hagamos con la Guerra Santa? ¿O crees que prefieren tratar con Tuthemet?   ¿Se habían olvidado de la presencia del Emperador? Hablaban como si él fuera una ficción cuya utilidad hubiera terminado.   «¿Me consideran irrelevante?»   —No —replicó Nabor—. Saben que la Guerra Santa es nuestra, ¡pero quieren hacernos creer que no es así!   Una furia gélida se desató en el interior de Claudius. Aquella noche iba a haber muchos gritos.   O bien los dos hombres recobraron la compostura, o bien percibieron algo en el humor de Claudius, porque guardaron silencio de repente. Hacía dos años, un oromi había actuado ante la corte de Claudius con unos tigres blancos. Después, Claudius le había preguntado cómo podía hacer obedecer a bestias tan feroces con sólo la mirada.   —Porque ven su futuro en mis ojos —le había dicho el inmenso hombre de piel oscura.   —Debes perdonar a mis fervorosos sirvientes —dijo Claudius al espectro que moraba en el rostro del triyyaite—. Pero puedes estar seguro de que yo no lo haré.   El semblante de Samos parpadeó y después reapareció, como si entrara y saliera de un cañón de luz que no habían visto. Cómo debía estar riéndose el viejo lobo. Claudius casi podía verle agasajando al Padishah con descripciones de la confusión de la corte imperial.   —Lloraré por ellos —dijo el Satishah.   —Ahórrate tus cantos fúnebres para tu propia gente, infiel. Independientemente de quién posea la Guerra Santa, estás condenado.   Los monem estaban condenados. Dejando de lado su colérica insolencia, lo que Eidum había dicho hacía un momento era cierto. El Padishah quería que poseyera la Guerra Santa. Uno no podía regatear con fanáticos.   —¡Oh, poderosas palabras! Al menos hablo con el Emperador de Ufrusia. Dime, pues, Akibar Claudius III, ahora que comprendes que ambos estamos regateando desde una posición débil, ¿qué propones?   Claudius se detuvo, poseído por un frío calculador. Siempre había sido especialmente astuto cuando estaba airado. Las alternativas le cruzaban el alma, pero la mayoría de ellas fallaban por culpa de la evidente astucia de Tuthemet. Pensó en Eidum y el odio que profesaba por su primo, Cthal Azom, heredero del trono de Finbelya…   Y entonces, lo comprendió.   —Para los Caballeros del Corazón de Dragón, tú y tu pueblo sois poco más que víctimas de un sacrificio, Satishah. Hablan y actúan como si su triunfo ya estuviera en las escrituras. Quizá llegue el momento de que te respeten como hacemos nosotros.   —Shraite buksara tah.   —Quieres decir miedo.   Ahora todo dependía de sobrino, que estaba lejos, en el norte. Más que nunca. «Los augurios…»   —Como decía, respeto.

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