4 Ikhedo
La Guerra Santa de los geshui contra los monem fue declarada por Tuthemet, el ciento dieciséis Ryah del Tempo Único, la Mañana de la Ascensión del año del Corazón de Dragón 4110. El día había sido inusualmente cálido para aquella estación, como si Dios hubiera bendecido la Guerra Santa con una premonición del verano. De hecho, por los Llanos de Mairuthi corrían rumores de augurios y visiones; todos ellos daban fe de la santidad de la tarea que habían de emprender los geshui.
La palabra se difundió. En todas las naciones, sacerdotes de los templos Ryiah y cúlticos clamaron contra las atrocidades y las iniquidades de los monem. ¿Cómo podían los geshui considerarse fieles cuando la ciudad del Último Profeta había sido esclavizada? Por medio de invectivas y apasionadas arengas, los abstractos pecados de pueblos distantes y exóticos fueron acercados a las congregaciones de los geshui y transformados en los suyos. Les decían que tolerar la iniquidad era cultivar la maldad. Cuando un hombre no conseguía desbrozar su jardín, ¿acaso no estaba cultivando maleza? Y a los geshui les parecía que habían sido despertados de una inercia mercantil, que habían sufrido de una incomprensible pereza de espíritu. ¿Cuánto tiempo soportarían los Dioses a un pueblo que había convertido sus corazones en rameras, que se había dejado insensibilizar por la corrupta facilidad? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los Dioses los abandonaran, o lo que es peor, se tornaran contra ellos con una intensa ira?
En las calles de las grandes ciudades, los vendedores ambulantes contaban a sus clientes rumores de este o aquel potentado que se había declarado a favor del Corazón de Dragón. Y en las tabernas, los veteranos discutían y comparaban la piedad de sus distintos señores. Reunidos alrededor de la chimenea, los niños escuchaban con los ojos abiertos como platos, transidos por el sobrecogimiento y el terror, mientras sus padres les describían cómo los monem, un pueblo inmundo y desdichado, había saqueado la pureza de un lugar increíblemente maravilloso, Honesh. Se despertaban gritando en mitad de la noche, lloriqueando por culpa de triyyaites sin ojos que veían a través de cabezas de serpiente. Durante el día, mientras correteaban por las calles o los campos, los hermanos menores eran obligados a ser los infieles, para que sus hermanos mayores pudieran derrotarles con palos en forma de espada. Y en la oscuridad, los maridos les contaban a sus esposas las últimas noticias de la Guerra Santa, y hablaban en solemnes susurros de la gloria de la tarea que el Ryiah había puesto ante ellos. Y las esposas lloraban —en silencio, porque la fe las hacía fuertes—, sabiendo que muy pronto sus maridos las dejarían.
Honesh. Los hombres hacían rechinar los dientes al pensar en ese nombre sagrado. Y les parecía que Honesh tenía que ser un lugar silencioso, un territorio que había contenido el aliento durante atormentados siglos, esperando a que los perezosos seguidores del Ultimo Profeta finalmente despertaran de su sueño y pusieran fin a un crimen antiguo y atroz. Irían allí con una espada y un cuchillo, y limpiarían el terreno. Y cuando los monem estuvieran muertos, se arrodillarían y besarían la dulce tierra que había engendrado al Último Profeta.
Se unirían a la Guerra Santa.
El Templo Único emitieron edictos declarando que los que se aprovecharan de la ausencia de cualquier señor que hubiera hecho del Corazón de Dragón su causa serían juzgados por herejía en los tribunales eclesiásticos y ejecutados sumariamente. Asegurados, pues, sus derechos de nacimiento, príncipes, condes, palatinos y señores de todas las naciones se declararon Hombres del Corazón de Dragón. Se olvidaron las guerras triviales. Las tierras se hipotecaron. Los caballeros siervos fueron llamados por sus señores y barones. Los vasallos fueron proveídos de armas y alojados en barracones provisionales. Grandes flotas de barcos fueron contratadas para hacer por mar el viaje a Truysal, que era donde el Ryiah había anunciado que la Guerra Santa se prepararía. Tuthemet había hecho un llamamiento, y las facciones al completo respondieron. La espalda del infiel sería rota. La santa Honesh sería limpiada.
La palabra se difundió. En todas las naciones, sacerdotes de los templos Ryiah y cúlticos clamaron contra las atrocidades y las iniquidades de los monem. ¿Cómo podían los geshui considerarse fieles cuando la ciudad del Último Profeta había sido esclavizada? Por medio de invectivas y apasionadas arengas, los abstractos pecados de pueblos distantes y exóticos fueron acercados a las congregaciones de los geshui y transformados en los suyos. Les decían que tolerar la iniquidad era cultivar la maldad. Cuando un hombre no conseguía desbrozar su jardín, ¿acaso no estaba cultivando maleza? Y a los geshui les parecía que habían sido despertados de una inercia mercantil, que habían sufrido de una incomprensible pereza de espíritu. ¿Cuánto tiempo soportarían los Dioses a un pueblo que había convertido sus corazones en rameras, que se había dejado insensibilizar por la corrupta facilidad? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los Dioses los abandonaran, o lo que es peor, se tornaran contra ellos con una intensa ira?
En las calles de las grandes ciudades, los vendedores ambulantes contaban a sus clientes rumores de este o aquel potentado que se había declarado a favor del Corazón de Dragón. Y en las tabernas, los veteranos discutían y comparaban la piedad de sus distintos señores. Reunidos alrededor de la chimenea, los niños escuchaban con los ojos abiertos como platos, transidos por el sobrecogimiento y el terror, mientras sus padres les describían cómo los monem, un pueblo inmundo y desdichado, había saqueado la pureza de un lugar increíblemente maravilloso, Honesh. Se despertaban gritando en mitad de la noche, lloriqueando por culpa de triyyaites sin ojos que veían a través de cabezas de serpiente. Durante el día, mientras correteaban por las calles o los campos, los hermanos menores eran obligados a ser los infieles, para que sus hermanos mayores pudieran derrotarles con palos en forma de espada. Y en la oscuridad, los maridos les contaban a sus esposas las últimas noticias de la Guerra Santa, y hablaban en solemnes susurros de la gloria de la tarea que el Ryiah había puesto ante ellos. Y las esposas lloraban —en silencio, porque la fe las hacía fuertes—, sabiendo que muy pronto sus maridos las dejarían.
Honesh. Los hombres hacían rechinar los dientes al pensar en ese nombre sagrado. Y les parecía que Honesh tenía que ser un lugar silencioso, un territorio que había contenido el aliento durante atormentados siglos, esperando a que los perezosos seguidores del Ultimo Profeta finalmente despertaran de su sueño y pusieran fin a un crimen antiguo y atroz. Irían allí con una espada y un cuchillo, y limpiarían el terreno. Y cuando los monem estuvieran muertos, se arrodillarían y besarían la dulce tierra que había engendrado al Último Profeta.
Se unirían a la Guerra Santa.
El Templo Único emitieron edictos declarando que los que se aprovecharan de la ausencia de cualquier señor que hubiera hecho del Corazón de Dragón su causa serían juzgados por herejía en los tribunales eclesiásticos y ejecutados sumariamente. Asegurados, pues, sus derechos de nacimiento, príncipes, condes, palatinos y señores de todas las naciones se declararon Hombres del Corazón de Dragón. Se olvidaron las guerras triviales. Las tierras se hipotecaron. Los caballeros siervos fueron llamados por sus señores y barones. Los vasallos fueron proveídos de armas y alojados en barracones provisionales. Grandes flotas de barcos fueron contratadas para hacer por mar el viaje a Truysal, que era donde el Ryiah había anunciado que la Guerra Santa se prepararía. Tuthemet había hecho un llamamiento, y las facciones al completo respondieron. La espalda del infiel sería rota. La santa Honesh sería limpiada.
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