El pedestal de roca
General Summary
El grupo de aventureros llegó a una aldea abandonada en medio de las montañas metálicas, cuyo brillo púrpura bajo el sol de Quamón sólo acentuaba el aire irreal y ominoso del lugar.
El polvo dominaba las calles entre las chozas deshabitadas, donde el desorden sugería una huida precipitada, como si los habitantes hubieran escapado de algo inimaginable. Las telas que servían de muros estaban rasgadas, sucias, pero no viejas; no era el desgaste del tiempo lo que las había vencido, sino un acto violento y deliberado.
Entre las estructuras derruidas, una construcción destacaba: un edificio sólido de mampostería, más alto que las chozas, con columnas flanqueando su entrada, como guardianes silenciosos. Sin alternativa mejor, el grupo avanzó hacia él, buscando respuestas.
Dentro, un amplio salón vacío se extendía ante ellos. Las paredes eran grises, desnudas y opresivas, como si observaran. Al fondo, un pedestal rectangular se erguía, solitario, bajo el marco de dos columnas más. Su superficie era de una roca metálica, fría y lisa, y llegaba justo a la altura de la cintura.
Al inspeccionarlo, descubrieron dos compartimentos en extremos opuestos, de donde emergían grilletes oxidados. Tras un largo debate, acordaron que uno de ellos debía subir al pedestal para desencadenar lo que fuera que estuviera esperando. Sin titubear, la arquera dejó su carcaj y su arco, se recostó sobre la fría superficie y dejó que sus compañeros aseguraran los grilletes alrededor de sus muñecas y tobillos.
—Estamos aquí. No te preocupes —le dijo uno de ellos, mientras ajustaba las cadenas.Pero tan pronto colocaron el último grillete, estos se ajustaron mágicamente a su tamaño con un chasquido metálico. Las cadenas comenzaron a tensarse, lenta pero inexorablemente, levantando el cuerpo de la arquera hasta quedar en forma de una "X". El sonido de los eslabones resonó por todo el salón, llenándolo de una tensión insoportable.
La arquera forcejeaba, mientras sus compañeros trataban desesperadamente de detener el mecanismo, golpeando y tirando de las cadenas. Fue inútil. La tensión cesó de repente, dejando un silencio tan absoluto que sólo se escuchaban las respiraciones agitadas del grupo.
Entonces, un sonido lejano comenzó a crecer: un coro de gemidos guturales, entremezclados con el raspar de metal contra piedra y un crujido seco que erizaba la piel. El grupo rodeó el pedestal, protegiendo a la arquera, con los ojos clavados en la entrada, esperando que algo emergiera de las sombras.
Pero los sonidos no vinieron de la puerta.
La arquera soltó un grito desgarrador, su cuerpo temblando como si algo bajo su piel intentara liberarse. El pedestal comenzó a abrirse en dos, dejando entrever un oscuro abismo bajo ella. De esa abertura surgieron manos descarnadas, huesudas, con dedos terminados en garras. Se aferraron al cuerpo de la arquera, hundiéndose en su carne mientras ella luchaba en vano.
Los aventureros desenvainaron sus armas y atacaron las manos, cortándolas y golpeándolas, pero por cada una que mutilaban, surgían dos más. De repente, la arquera comenzó a toser, y de su boca brotó sangre tan negra como las noches eternas de Sexmón. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su vientre se retorció grotescamente, como si una criatura intentara desgarrarlo desde dentro.
El grupo gritaba su nombre, tratando de liberarla, pero fue en vano. Un chasquido seco resonó cuando su cuerpo se arqueó violentamente, y de su abdomen emergieron garras óseas, seguidas por un brazo largo y ensangrentado. Con un último jadeo de desesperación, la arquera exhaló su último aliento, dejando tras de sí una mueca de pavor eterno.
Desde el pedestal, su cuerpo muerto se alzó, grotescamente animado, mientras los brazos que surgían de su estómago tiraban hacia fuera más de aquellas criaturas. Los ojos vacíos de la arquera parecían fijarse en el grupo, como si los maldijera por su destino.
Aterrados, los aventureros retrocedieron hacia la entrada, sellándola tras ellos mientras las criaturas continuaban surgiendo en el interior. La aldea, ahora completamente silenciosa, parecía observarlos con burla. Nadie habló del sacrificio ni del altar nunca más, pero las miradas sombrías del grupo dejaban claro que ninguno olvidaría lo que habían presenciado.


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